¿Tiene futuro la Literatura?

En un mundo tan acelerado y pragmático, donde la palabra es un medio para alcanzar fines inmediatos y lucrativos,  la literatura parece tener cabida marginalmente si consideramos que su función esencial es la de un alimento espiritual que se consume por placer.[1] En el año 2000, la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana mostró una estadística en la cual la literatura ocupó el 4.5% del total de la producción de libros.[2]  La literatura casi no vende en las apenas quinientas librerías de los dos millones de kilómetros  cuadrados de nuestro territorio nacional.[3]  Sin embargo,  sobrevive todavía y, es tan impopular, justo quizá por las mismas razones que tanto agradan a algunos.[4]
Dentro de este panorama tan desolador, para fortuna de todos,  la raíz misma de la literatura está firme y floreciente; su trasfondo y sostén, no pertenecen a minúsculas elites intelectuales, sino a la condición humana de ser un animal de narraciones, aún en países de bajos índices de lectura y producción  literaria, incluso en sociedades analfabetas y ágrafas. 
En cuanto emisor y receptor, el hombre se configura en los relatos desde que nace hasta que muere. Es autor y protagonista de su propia historia, la cual a su vez está conectada con muchas otras historias y tiene un inicio, uno o más momentos de climax, y un desenlace, acompañado de varios personajes.
Todos, desde este punto de vista, estamos conectados con la literatura.  Incluso, parafraseando a Juan Domingo Argüelles, podemos decir que los que no leen, aquellos aparentemente más lejanos a la valoración de lo humano, leen cómics, fotonovelas, revistas especializadas en la farándula y la frivolidad, leen best-sellers, libros de autosuperación, y los textos que en las ventanas de salones de chat y páginas web aparecen.[5] 
Cultos e incultos contemplan, recrean y comparten historias ficticias del cine, la televisión, los antiguos y nuevos mitos, los chismes, la publicidad y las conversaciones cotidianas dentro de la familia, la escuela, el trabajo o cualquier otro núcleo. Durante el día y, hasta en la noche –a través de los sueños-, estamos empapados de relatos.   Bien Protágoras de Abdera pensó que el hombre era medida de todas las cosas a través de la palabra retórica, Alasdair MacIntyre ha hecho énfasis en el aprendizaje narrativo de la ética y Clifford Geertz  exalta la dimensión narrativa de la cultura.
La razón misma, pues, está hecha para desenvolverse discursivamente, ya que  la lingüisticidad humana es ante todo dialógica. Así es, si somos narradores, le narramos a alguien, sin importar que, a veces ese destinatario, sólo sea nuestra propia subjetividad.
Por lo tanto, la fuente de la literatura sigue sólida. ¿Cómo es esto posible?, ¿Qué es entonces la Literatura si toda acción humana involucra una dosis de relato?  Martín Alonso dice que la literatura es un “arte bello que tiene por objeto la expresión de las ideas y sentimientos por medio de la palabra”;[6]  Federico Carlos Sainz del Robles define a la Literatura como “el conjunto de las obras literarias producidas en cualquier lugar y tiempo; las leyes o reglas a que están subordinadas, y las bases filosóficas sobre que tales reglas se fundan”.[7] 
Estas definiciones abarcan los tres niveles que tiene su acepción principal, la cual, por cierto, tiene como nota constitutiva fundamental la idea de “arte”. Es verdad que en ciertos contextos, se concibe a la literatura en un sentido más amplio, que equivale a bibliografía, escritos, publicaciones;[8] los usos de dicho término nos muestran que aunque el hombre está un mundo narrativo, no siempre hace arte de la palabra.[9]  Sin embargo, aquí nos hemos concentrado en el sentido artístico que implica y la orientación que éste lleva: la de un hacer o producir algo.[10]
El arte, antes de significar  bella arte, significa creación. Viene de vocablo latino  ars  y tiene su equivalente en el griego techne; pero, también, está relacionado con la poeisis, en tanto que ésta significa también un hacer.[11]  
El hombre es una criatura poética desde su origen. Cuando era un homo faber, un homo habilis (lo que fuera), era ya un ser que transformaba su realidad y dejaba testimonio de ello a través de lascas, herramientas primitivas, pinturas rupestres y entierros. Mejor aún, se sabe que esta criatura primitiva ya tenía capacidad de fonación y el hombre, desde que es hombre, ha sido una criatura mito-poética, ya que el mito es palabra, y para muchos es la palabra fundacional. El ser humano crea  su mundo no solamente transformando las cosas materiales (la cultura material), sino también a través del lenguaje. Y la palabra no se da aislada, como un átomo en un ciclotrón,  sino en un entramado de narraciones, al igual que  los átomos mismos están unidos en la naturaleza.
El acto de nombrar, de emitir una palabra, es ya un acto creador  y, como dijo Leticia Flores siguiendo a Andrés Ortiz-Osés: “La palabra que nombra es palabra que real-iza [sic], fuerza que al significar configura los límites y contornos del Mundo y sus objetos [...] El nacimiento de la palabra se engarza sin fractura con el nacimiento del hombre y del sentido”.[12]
La palabra posee intenciones, abre posibilidades, y se da en un contexto que genera un mundo, una cosmovisión. Lo que no responde a un fin frente a la mente, parece entonces irracional, ininteligible. La generación y transformación del sentido de las palabras, es también la generación y transformación del mundo, y el mundo especialmente es fundado y re-configurado cuando se hace o lee literatura.
Dicha transmutación es azarosa y lúdica. Se da en un juego ontológico-gnoseológico que trasciende los planes mismos de los jugadores, como Gadamer  observó, pues supone un “vaivén que no está fijado en ningún objeto en el cual tuviera su final”. [13] Jugar es un ser jugado y “el juego humano sólo puede hallar su tarea en la representación, porque jugar es siempre ya un representar”.[14]  Este representar se da en la lingüisticidad, y, como supuso Protágoras, hace al hombre medida de todas las cosas.
Por eso, hemos aludido a la capacidad mitopoyética del hombre que se expresa en la manifestación lúdica de la palabra. Y si lo lúdico es placentero y atractivo,  lo es por la seducción muchas veces –si no es que siempre- ocasionada por el riesgo e incertidumbre que al propio juego acompañan y, además, causa goce porque involucra en el caso específico del juego literario, la presencia narcicista de la alteridad, es decir del protagonismo del escritor ante  un espectador (aunque sea hipotético) o bien el protagonismo que ejerce el lector sobre el texto.
Esta es la razón que orilló a  Gadamer a decir respecto a ciertas narraciones que requieren un espectador (como las míticas y las cultuales), que “no son, pues, juegos en el sentido de que los jugadores que participan se agoten por así decirlo en el juego representador y encuentren en él una autorrepresentación acrecentada; son formas en las que los jugadores representan una totalidad de sentido para los espectadores”.[15]  
            Pero si bien la creación mitopoética de la palabra es lúdica, y placentera, ¿acaso cuando se vuelve artística, ésta pierde aficionados y paradójicamente gana el prestigio de algo con valor superior? 
Es verdad que el arte se ha vuelto cosa de elites, pero no así la experiencia estética. Y si el primero se ha vuelto cosa de grupos exclusivos es quizá porque no le resulta significativo a una mayoría o porque a esa minoría que lo manipula tampoco se interesa compartir lo que hace, sino en conservarlo para sí. Tal vez se deba a que las  circunstancias económicas no permitan el cultivo de la literatura por falta de tiempo y recursos; o que el prejuicio cultural hacia lo que no es lucrativo y nuestras deficiencias educativas respecto a lo culto, se impongan.
No obstante, el propio juego de la literatura está sujeto al caprichoso juego de la sociedad. De repente ha causado furor la exposición de Egipto en el Museo de Antropología y sorprende la euforia que ha desatado en la gente.  Igualmente Harry Potter y el Señor de los Anillos han causado un gran interés en la lectura de sus respectivos libros, tanto en niños, como en adultos, y los ha vinculado con una serie de símbolos que fundan y re-configuran la realidad  a través de magos, guerreros, criaturas mitológicas y mitemas.
El mundo de la literatura no está muerto, pero tampoco puede ni debe ser impuesto su gusto. Porque quien se entrega a su lectura o creación, lo ha hecho libremente una vez que ha sido seducido por la Palabra.[16]  Tampoco veamos como inferiores a quienes no leen, ni escriben u opinan de literatura. La soberbia pose de intelectual, sólo acerca a quienes la cultivan al despotismo y a la estupidez, no al humanismo, ni a la sabiduría. No busquemos realizar apologías o catecismos que  defiendan o  prediquen las nobles virtudes de la Literatura, ya que dichas prácticas sólo causan suspicacia; simplemente practiquémosla; preguntemos -desde donde estamos y para nosotros mismos- sobre por qué nos gusta; entreguémonos al placer de su juego, ya que es el juego del ser del hombre; escribamos y leamos día con día esa obra tan digna de un premio Nobel llamada Vida dentro de este mundo acelerado y pragmático.  




[1] Esto lo hacemos siguiendo la opinión crítica de Humberto Eco. Juan Domingo Argüelles, ¿Qué leen los que no leen? El poder inmaterial de la literatura, la tradición literaria y el hábito de leer, Paidós, México, 2004, p.  20.
[2] Ana María Menéndez, Guía del Autor Anáhuac, CEFAD, Universidad Anáhuac, 2003. s.p.
[3] Juan Domingo Argüelles, Op. Cit., p. 179.
[4] El hecho que la literatura rompe esquemas puede ser tanto agradable como desagradable; gustoso, como doloroso.
[5] Ibid., p. 121.
[6] Martín Alonso, Enciclopedia del Lenguaje, tomo 2, edit. Aguilar, Madrid, 1982, p. 2587.
[7] Federico Carlos Sainz de Robles, Diccionario de la Literatura, tomo 2, edit. Aguilar, Madrid, 1982, p. 717.
[8] Varios, Diccionario Práctico de Sinónimos/antónimos, edit. Larousse, México, 1986, p. 291.
[9] Todas estas definiciones aunque directamente no apuntan directo a la acepción del arte, no pueden evitar eludirla, por mera oposición a ella. Por eso es que hemos apuntado en dicha dirección estética.
[10] José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, t.1, edit.  Ariel, Barcelona 2001, p. 246.
[11] Ibid. t. 3, p.  2824.
[12] Leticia Flores, “La plasticidad mítica” en Blanca Solares (coord.), Los lenguajes del símbolo. Investigaciones de hermenéutica simbólica,  Antrhopos/CRIM/UNAM,  Barcelona, 2001, p. 97-98.
[13] Hans Georg Gadamer, Verdad y Métodot. 1, 7ª ed., Sígueme, Salamanca, 1997, p. 146.
[14] Ibid., p. 151.
[15] Ibid., p. 152-153.
[16] Y esto también aplica para los que se iniciaron en la literatura por obligación

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