La educación sofística
Los sofistas
según los testimonios filológicos eran considerados pensadores serios y no eran
diferenciados de los filósofos en la Antigüedad, salvo en ciertos círculos
enemigos (Aristófanes, Sócrates, Platón, Aristóteles). La historia de la
palabra refleja al menos un sentido técnico, otro moral y uno despectivo que
agrupa a un heterodoxo grupo de maestros itinerantes. Nuestro concepto de
sofística abarca la extensión de esa agrupación (de aproximadamente 26
personajes que han sobrevivido hasta hoy), pero excluye la notas constitutivas
negativas en torno a su valor intelectual. Más bien poseían las siguientes
notas positivas externas e internas: 1) maestros itinerantes; 2) tenían
profesionalismo; 3) eran gente de la periferia; estudiaron el lenguaje
(retórica y filología), practicaban un escepticismo epistemológico, un
humanismo, una reflexión sobre lo divino (agnosticismo, deísmo-panteísmo y
ateísmo), realizaban una crítica de la sociedad y la cultura y brindaban una educación
superior con una currícula variable, pero que daba por lo general, gran
importancia a la areté.
Ellos practicaban
y educaban en una serie de estudios sobre la naturaleza y la cultura, dando
gran importancia al lenguaje tanto como objeto de estudio (arte del habla),
como medio didáctico (erística, conferencias, debates, actos
publicitarios, braquilogía, macrología) y como dimensión humana
(discurso, símbolo manifestante) en donde se revela el ser.
El problema del
lenguaje entre los griegos se manifiesta en las palabras “mito” y logos,
las cuales aludían a modos de expresión narrativa y sutilmente sugieren una
gran importancia de lo discursivo en la vida de los griegos, pero especialmente
mostraba la importancia del lenguaje para el hombre.[1]
El hombre griego –y no sólo éste- es un animal narrador y muestra una razón
narradora que a su vez denota una politropía del lenguaje (multiplicidad de
modos en el discurso, la plasticidad del mito).
En un contexto
moderno, mito y logos responden a los intereses del giro lingüístico
e implican específicamente dos formas de
racionalidad (una que fundamenta -instancia de la tradición-, pero no exige
fundamentaciones y otra que sí) que históricamente son detectables en un paso
de la una a la otra; paso mediado por el surgimiento de la escritura, por el de
la polis, o la humanización del logos divino de acuerdo
respectivamente con Havelock, Vernant y Colli[2].
En lo personal
estas explicaciones me parecen complementarias y no veo ninguna razón para
hacerlas excluyentes, ni siquiera en sus concepciones de espacio y tiempo, o de
secularización y religiosidad (como ya vimos).
A su vez el mito puede ser
entendido como un tipo especial de narración. Nosotros hemos asumido la
idea de G.S. Kirk, que concibe al mito
como una narración tradicional, que se caracteriza por ser imaginativa (por eso
en ella aparecen personajes sobrenaturales) y comunitaria (sea con aristas de
anonimato, sea con caras específicas de mitólogos o mitógrafos). Nuestro concepto de mito también abarca a las
leyendas y los cuentos populares, cuyas fronteras no están claramente definidas.
En fin, la
existencia de los relatos míticos responde a un mecanismo de transmisión que ha
sido explicado por los helenistas bajo el enfoque de ciertos de procesos
lingüísticos (la oralidad, el rumor) y supone los siguientes pasos: una
aceptación de lo narrado, su repetición y su recreación. Aunque estas fases las
esboza Detienne, vemos que Vernant, Kirk y Havelock no niegan explícitamente
ninguna de estas facetas, salvo acaso la aceptación de lo narrado, pues ésta no
es concebida como pasiva, sino como cuasi-racionalizadora, por Kirk y coincide
con el propio Vernant, quien acepta una selectividad de la memoria.
La evidencia
empírica nos muestra que los mitos usualmente eran aceptados, pero también
fueron discriminadas unas versiones de otras (por eso es que hubo compendios
hechos por los mitógrafos) y también
hubo personajes escépticos sobre la validez de semejantes discursos, como
Jenófanes.
Sin embargo,
Jenófanes y aquellos que compartieron su actitud, necesariamente fueron
precedidos por un contexto, que insertó desde temprano los mitos en sus
conciencias. Si siempre fueron escépticos a ello desde la infancia, es difícil
saberlo, pero podemos ponerlo en tela de juicio. Por ende, para efectos de esta
investigación, proponemos que al hablar de los pasos de un mecanismo de
transmisión de mitos, hablemos más bien de una herencia de lo narrado, que de
una aceptación. Incluso, el que la aceptación no sea total, el que no sea
pasiva, permite explicar la recreación de las versiones de un mismo relato.
El mecanismo de
transmisión de los mitos, si es entendido como rumor, supone que éste es un
elemento tanto extramental, como intramental, es decir, que lo mismo constituye
parte del ambiente que rodea al individuo, que es un signo que en la mente.
Luego, la acción misma del rumor (pheme) es social e individual, pero
siempre es subjetiva en cuanto que remite a un espacio semántico de la mente.
Si entendemos el
mecanismo de transmisión de los mitos como oralidad, en primer lugar hay que
aclarar que ésta no debe ser entendida como meramente fonética, sino como el
lenguaje convertido en medio de comunicación bajo el ropaje de situaciones de
oralidad (palabra, imagen, danza, la
familia, la escuela, las festividades públicas, la religión y cultura
material), como atinadamente propone Havelock[3]
y que permite, gracias a su presentación rítmico-acústica, que el cerebro del
ser humano pueda acumular y transmitir una tradición.
Si vinculamos
ambas posturas, veremos que hay un discurso o serie de discursos que se
convierten, como diría Buxton, en un contexto mitológico que precede y sucede a la transmisión de los
mitos en el espacio semántico de las mentes.
Igualmente,
consideramos que las visiones del rumor y de la oralidad del mecanismo de transmisión
de mitos, no están peleadas, pues mientras la primera considera la fuerza que
tiene un signo empapado de colectividad y anonimato, la segunda resalta tanto
la intención de transmitir una tradición, como el carácter rítmico acústico
–que me hace sospechar respecto a la existencia una dimensión estética- que se
realizaba en dicha transmisión.
En el espacio
semántico, por supuesto los nombres,
acciones, agentes sobrenaturales de los mitos se convierten en símbolos mitologemáticos, los cuales se
caracterizan por ser 1) signos multívocos o multivalentes, 2) representar bajo
la forma de una presencia un haz de de fuerzas;
Consecuentemente aceptamos una dimensión cognitiva de los mitos.
En un tercer
nivel cognoscitivo, el propio mecanismo de transmisión de los mitos es una
dimensión humana fundadora de la realidad, de carácter ontosimbólico y que se
manifiesta en la sofística bajo la
concepción de fondo del hombre es un animal narrador y su acaecer existencial
es narrativo, lo mismo que su razón, al grado que la narración misma en su
currícula (de enseñanza enciclopédica y política) se explica en y explica a la
relación phýsis-nómos (naturaleza-cultura), entendiendo a la primera
como un proceso dinámico y estabilizador que hace ser lo que son las cosas y la
segunda, entendida como un proceso que el hombre realiza, norma para sí en una mezcla de actividad y
pasividad. Como consecuencia de dicha oposición pues se replanteará la
tradición, y se buscarán tanto la autonomía del individuo, como la
fundamentación del interés propio.
Así pues, el logos
(discurso y razón), aunque material y físico, es plástico y los relatos míticos
muestran esta plasticidad no sólo como una elaboración barroca del lenguaje,
sino como mecanismos alegóricos y retóricos para explicar y fundar al hombre y
al mundo.
Entonces, decir
que el ser humano es medida de todas las cosas, cobra mayor realce, porque la
retórica sofística en realidad es filosofía y su paideia es un proyecto de ser
humano, en el cual, cada persona, se vuelve juez y arbitro de su propio
destino. Es medida de todas las cosas.
[2] Este punto también lo acepta Vernant y
Cornford, quien plantea la secularización no como algo arreligioso, sino como
anti-dogmático.
[3] Eso se deduce
del siguiente párrafo de Havelock: “El lenguaje que hablamos mientras nos
dedicamos a nuestros quehaceres cotidianos es un rasgo tan universal de
nuestras vidas que por lo general no nos paramos a pensar en él. Si lo hacemos,
la primera idea que tenemos de él se centra en las palabras que intercambiamos
unos con otros al hablar. Podemos ensanchar la vista para incluir un
intercambio verbal entre un individuo y un grupo, un auditorio, y luego podemos
y más lejos todavía y pensar en el lenguaje como algo que se habla en el
silencio, en un escritor que escribe lo que está diciendo, de modo que otra
persona puede leer lo que dice en lugar de sólo escucharlo. Y si vamos aún más
lejos, se puede convertir en un medio electrónico que me habla cuando miro la
televisión o escucho la radio. Todavía es en cada momento la voz ampliada de un
individuo (a menos que esté cantando un coro desde luego) que me está hablando
a mi, otro individuo” (Erick A. Havelock, La musa aprende a escribir.
Reflexiones sobre oralidad y escritura desde la Antigüedad hasta el presente,
trad. del inglés de Luis Bredlow Wenda, Paidós, Barcelona, 1996, p.
95).
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