El terremoto de 1985. Crónica y reflexiones.


Recuerdo intensamente esa silenciosa mañana de 1985. Tenía  9 años de edad. El terremoto me agarró como al Tigre de Santa Julia.  Yo siempre he padecido del estómago, mas nunca había padecido un temblor de esa gravedad.  Sentí un gran mareo. Lo primero que pensé  fue que  me iba a desmayar.  De repente,  mi madre gritó con desesperación: “¡está temblando!”.  Entonces me alegré de saber que no estaba enfermo. Pronto, la alegría de la buena salud se convirtió en terror al ver que ese sismo era en serio, que en vez de desfallecer podía fallecer.  No lo sabíamos, era de 8.1 grados en la escala de Richter. Mi abuela se abalanzó al espejo de su pared, lo sostenía, no quería que se rompiera.  Mi madre,  a duras penas, llegó al pasillo, se puso debajo del marco de la puerta del cuarto de mi abuela. En su pueblo decían que esas estructuras se mantenían en pie cuando se derrumbaban las construcciones.  Yo rebotaba contra las paredes,  no podía caminar y, apenas, me podía mantener en pie. Los muros, los muebles, las lámparas se columpiaban salvajemente, el edificio sonaba. Sentí que estaba durando una eternidad. El yeso empezó a cuartearse. Juraba que iba a ser el fin. De repente  todo terminó. Los candelabros seguían moviéndose y yo sentía que giraba por dentro a pesar de que todo había terminado.  Marché a la escuela con una vecina; sin embargo,  nos regresaron a casa. Las clases se habían suspendido, un millón de estudiantes –según Cuauhtémoc Abarca- nos quedamos sin escuela. En el caso de mi delegación, la Cuauhtémoc, estuvimos entre uno y dos meses sin asistir a la escuela. No había  gas, ni agua, ni líneas telefónicas, ni servicio del Metro en la unidad habitacional. No me extrañó porque había visto una tubería rota, salida de la tierra con una gran fuga, un andador caído,  hasta un edificio cuarteado y ladeado en la colonia vecina, la Santa María la Rivera,  en frente de mi primaria.
Al poco rato regresó  mi mamá. Volvió inmediatamente de su trabajo. Ella había pasado por Ricardo Flores Magón y Eje Central. A su izquierda había visto los restos del edificio Nuevo León con mucho polvo tirado en la avenida, con vecinos de los alrededores corriendo para tratar de ayudar.  La reacción solidaria fue extraordinaria.
Dos son las más grandes tragedias que ha sufrido la Ciudad de México: su nacimiento, con la caída de México Tenochtitlan  en 1523, y el sismo de 1985, cuya gravedad  se debió a la propia miopía española que no tuvo miramientos para rellenar el lago que ahí existía y construir una urbe encima de él. Obviamente, el subsuelo se volvió muy arcilloso en el Centro del Distrito Federal.
Aunque el epicentro del movimiento estaba lejos, en Lázaro Cárdenas, a más de 300 kilómetros de distancia, el efecto fue devastador. Allá, en Michoacán y Jalisco, provocó decenas de muertos. Acá, la tierra gelatinosa de nuestra megalópolis intensificó la fuerza de las ondas sísmicas, además de que éstas rebotaron cuando toparon con tierra firme, incrementando la afectación.  Luego, la corrupción fue la segunda gran causa del caos que vivimos los capitalinos. Ningún edificio colonial se cayó, pero sí se desplomaron 30 mil estructuras modernas de diverso tipo, y otras 68 mil sufrieron daños parciales.  Dicen que la mayor parte de lo caído databa del sexenio de Miguel Alemán.  Más específicamente: se dañaron 5728 inmuebles,  de los cuales el 15% sufrió un derrumbe parcial o total, 152 edificios tuvieron que ser demolidos. El 56%  de los daños se concentró en la delegación Cuauhtémoc. Una gran cantidad de edificios gubernamentales, hospitales, escuelas y condominios construidos por el Estado Mexicano en el Distrito Federal se cayeron. Fueron emblemáticos los derrumbes del multifamiliar Juárez de la Colonia Roma, del conjunto Pino Suárez, del edificio de las costureras de San Antonio Abad (ambos en el Centro), del edificio Nuevo León en Tlatelolco, la SECOFI, la Secretaría de Marina, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal, los hospitales Juárez, General y Centro Médico, los Televiteatros, Televisa, Radio Fórmula, la Secundaria Héroes de Chapultepec, el CONALEP del Centro, el Instituto Cultural de Miguel Ángel de Quevedo,  los hoteles Regis, del Prado, Hilton, De Carlo.[1] Dentro de todo lo malo, cabe mencionar que, por su valor artístico, el mural de Diego Rivera del hotel del Prado fue rescatado y reubicado.  Tuvo mejor destino que muchas personas.
En una ciudad de 9 millones de habitantes –en aquel entonces-, dos minutos bastaron para ocasionar de 40 mil a 50 mil muertes; una cantidad inexacta de heridos que, al parecer,  superó la cifra de los 40 mil;  4 mil  supervivientes rescatados de los escombros a lo largo de dos semanas entre los que destacaron 22 bebés recién nacidos de los Hospitales General y Juárez, y el Dr. Francisco Bucio Montemayor, quien perdió cuatro dedos y aun así se convirtió en un destacado cirujano plástico, tras 15 operaciones que implicaron el injerto en su mano derecha de dos dedos del pie. No tuvieron la misma suerte el locutor Sergio Rod y el cantante de rock urbano Rockdrigo González, quien murió en su departamento de la calle de Bruselas.
El Ejército de Salvación, la Iglesia Católica,  los Boy Scouts de México, estudiantes de varias universidades tuvieron una participación importante en el socorro de la población, especialmente de los damnificados. Este suceso representó el nacimiento de varias brigadas de rescate que, algunas de ellas, posteriormente se profesionalizaron. Se calcula que para el día siguiente, había en la calle 150 mil brigadistas espontáneos. Mineros, campesinos y bomberos de otras entidades federativas y rescatistas del extranjero vinieron a colaborar.  Llegaron a México 237 vuelos provenientes de 40 países con ayuda internacional de diversa índole.[2] Arribaron 19 delegaciones extranjeras con 1141 elementos en total y 154 perros de rescate. Los 1820 radioaficionados con licencia del país colaboraron transmitiendo información sobre la situación, las víctimas dentro y fuera del país.
La ciudad perdió abruptamente el 25% de las camas de hospital, 50 mil familias quedaron sin casa, se experimentó la pérdida de 200 mil empleos formales, mil huéspedes nacionales y extranjeros de hoteles tuvieron que ser reubicados.[3]  
Al otro día, 20 de septiembre, a las 7:56 p.m. sacudió una fuerte réplica de 7.6 grados en la escala de Richter. Había habido otras 38 más de baja intensidad, entre los 3.5  y los 5.5 grados[4]. Pero la de la noche fue fortísima.
Ya para esa noche  habíamos escuchado noticias en la radio de la gran tragedia que había sido el sismo, incluso habíamos visto algunas escenas del caos en la ciudad por Imevisión, que sólo salió del aire por unos minutos, a diferencia de Televisa que no tuvo señal durante cinco horas en el Valle de México. Televisa Chapultepec y Radio Fórmula se habían caído. La cantante Yuri tenía una cita en la susodicha estación de radio en el programa Batas, piyamas y pantuflas. Se quedó dormida, salvando así su vida.
Cuando inició el  segundo movimiento telúrico la quijada me comenzó a tiritar, como sucede en las caricaturas. Creo que estaba en el cuarto de mi abuela, lo que sé con claridad es que me paré debajo del marco de su puerta. Temblaba mi cuerpo, sentía pánico, me preguntaba si iba a terminar como la gente que habíamos visto en las noticias.  Se fue la luz. Pasó un policía gritando que se iba a caer el edificio, que lo desalojáramos. Estuvimos fuera una o dos horas. No obstante, no teníamos a dónde  ir, así que reingresamos. Esa noche dormí atemorizado, con el sueño ligero, despertándome a cada rato para verificar que no estuviera temblando. Mi cuarto tenía una grieta de varios centímetros que daba a la calle,  el cuarto de mi abuela presentaba una fractura mayor que permitía asomarse a la sala, las lámparas de los candelabros había dejado su marca en el yeso del techo. Este otro terremoto derrumbó al menos una veintena de edificios y la antena de Globo FM.
 En Baja California –y otros puntos de la República- empezaron a correr rumores. Nadie podía contactar  con la Capital. Se decía que la Ciudad de México había desaparecido.  El Gobierno Federal no supo cómo reaccionar, rechazó la ayuda internacional al principio y mandó al ejército a las calles para mantener el orden, no para rescatar a la gente.  Miguel de la Madrid Hurtado no hizo ningún pronunciamiento oficial inmediato después del evento, pero sí declaró ante la prensa que México saldría solo sin ayuda de los Estados Unidos. Esperó hasta la noche de ese 19 de septiembre. Declaró tres días de luto nacional con la bandera a media asta. Pidió a la población que se quedara en sus casas, dijo que  estábamos preparados para regresar a la normalidad, que si se le requería a la sociedad civil, se le llamaría. Afortunadamente la gente lo ignoró. Pero hubo lugares donde los soldados y la policía impidieron el acceso a los brigadistas sin hacer ellos una acción eficiente. El señor presidente había recorrido la ciudad con su gabinete, pero se deslindó del asunto rápidamente, encargando al regente del Distrito Federal, Ramón Aguirre, coordinar los esfuerzos de salvamento. El 20 de septiembre, después del segundo sismo, en un mensaje televisivo reconoció la reacción pública del pueblo mexicano y agradeció también la ayuda internacional.
El campo de  béisbol del IMSS se convirtió en una gran morgue, en la que los cadáveres se guardaban por tres días y si no eran reclamados, se mandaban a una fosa común. Se  esparció el temor de epidemias entre todo mundo.  Muchas personas demandaban vacunas. El 25 de septiembre, el DDF inició la fumigación de los escombros y derrumbes. La recuperación fue lenta, las  donaciones internacionales no llegaban a la gente, se las quedaban los funcionarios capitalinos. Algunos ministerios públicos cobraban mordida por expedir actas de defunción o hasta por enterrar al muerto de una familia en la fosa común. Se difundió una cifra oficial irreal de 6 a 7 mil muertos. Varias semanas estuvimos sin agua, ni gas. Una pipa  abastecía a todos los vecinos, e íbamos con un par de cubetas diariamente para obtener el líquido. Nos íbamos a bañar a casas de parientes. Usamos una cocineta para campamentos en la cocina.   La remoción de escombros y la reconstrucción de la ciudad llevaron varios años. El levantamiento de nuevas viviendas en seis meses no se había realizado, según Manuel Camacho, quien entonces era Secretario de Desarrollo Urbano, por el encono popular que no permitía a las constructoras realizar su trabajo.  Tardó otro semestre en empezar a hacerse, mas al transcurrir  un año entero,  se construyeron 55 mil viviendas.
 Ante la ineficacia del gobierno, este suceso representó el despertar de la sociedad civil, debido a las acciones, el heroísmo y la solidaridad de la ciudadanía. La policía y los bomberos se vieron rebasados por los hechos. Miles de personas voluntarias asumieron el rol de rescatar a las víctimas y ayudar a los damnificados. Se abrieron albergues por doquier, como el que improvisó la actriz Susana Alexander. A los espontáneos rescatistas se les apodó “los topos”.[5] Entre ellos destacó Marcos Sariñana, la Pulga, quien rescató a 27 persona; también fue muy popular el cantante de ópera Plácido Domingo, quien en la cúspide de su carrera arriesgó su voz y colaboró en el rescate de víctimas del edificio Nuevo León, abandonando el compromiso que tenía en Chicago para dedicarse a buscar a sus dos tíos, sus dos primos y dos sobrinos, de los cuales sólo sobrevivió uno (un sobrino) por haber salido a la tienda en ese momento. Por cierto, ¿les comenté que una compañera de mi primaria vivía en ese edificio? Fue una de los 54 sobrevivientes que sacaron de esa construcción.[6]  Se llamaba Miriam. Ella y su familia se salvaron. Vivían en el último o penúltimo piso. Al salir del hospital se mudaron a Querétaro.  Igualmente, una vecina que participó de los rescates platicó que en los elevadores del Nuevo León extrajeron a una pareja y una familia. Una estaba viva, la otra muerta. No recuerdo cuál. Yo le pedí a mi madre que me llevara a ver los restos de ese edificio. A regañadientes accedió.  Era impresionante, había pasado como una semana y  todavía había una multitud de escombros, muchos voluntarios y un olor a putrefacción. A los curiosos nos tenían a raya, con una cuerda, sólo los voluntarios y las autoridades podían entrar. Me llamó la atención un chico al que dejaron pasar a la zona porque mostró una placa. Minutos después salió corriendo con  unas alhajas. Un soldado gritó agárrenlo. La marabunta de curiosos lo  detuvo y empezó a golpear con más profesionalismo que el de un granadero. Mi madre avisó a dos moto patrulleros, quienes libraron al delincuente del linchamiento.  La indignación de la gente ante el oportunismo en plena tragedia era mayúscula.  Lamentablemente no fue el único caso, bandas delincuenciales y el gobierno en general, reaccionaron de la misma manera y, además, con descoordinación. Afortunadamente, el esfuerzo colectivo solidario fue mayor. Dijo Carlos Monsiváis: “El 19, y en respuesta ante las víctimas, la ciudad de México conoció una toma de poderes, de las más nobles de su historia,  que trascendió con muchos límites de la mera solidaridad, fue la conversión de un pueblo en gobierno y del desorden oficial en orden civil. Democracia, puede ser también la importancia súbita de cada persona”.[7]
Hay quienes dicen que estamos mejor preparados para afrontar un temblor, hay quienes piensan que seguimos desprevenidos ante una catástrofe así.
El olvido del 85 se traduce en la práctica reiterada de la corrupción en las construcciones citadinas, en la falta de mantenimiento de las estructuras viejas, se convierte en la minimización de los movimientos telúricos, en la sepultura del pasado. La corrupción sumada a la desmemoria representa un genocidio en potencia, crea edificaciones débiles y fraudulentas, ignora las leyes, es indiferente con la vida.  El corrupto tiene una disyuntiva: el dinero o la seguridad de los otros. Prefiere el dinero.
Nosotros como sociedad civil creemos que el gobierno ya está preparado, que el ejército la siguiente vez irá presto a rescatar a los atrapados, que las construcciones resistirán mejor porque tenemos mejores reglamentos. Es seguro que Protección Civil y las Fuerzas Armadas reaccionen. Pero, ¿quién nos garantiza que las construcciones van a resistir?, ¿qué los servidores públicos no van a ser rebasados nuevamente? Pocas  personas pueden saber si no medió la corrupción en la  realización de varias obras públicas  y privadas. No veo que la deshonestidad en la industria de la construcción amilane. En fin, ojalá no nos agarre el siguiente temblor como al Tigre de Santa Julia. Porque no sólo me pasó a mí, le sucedió al gobierno federal, a la regencia capitalina y a la sociedad civil, siendo esta última, por mucho, la que mejor reaccionó, con una ejemplaridad  que, deseo, se repita siempre en situaciones así. Tal actitud no debería ser una excepción, sino la norma; me hubiera gustado que el despertar de la sociedad civil no hubiera sido momentáneo, sucedido de un volver a dormir en un gran silencio, que los dueños de las maquiladores no hubieran preferido rescatar a la maquinaria por encima de las costureras, que las hubieran dejado a ellas sindicalizarse y ya no seguir  explotándolas, que los responsables de la caída de los edificios mal construidos y sin mantenimiento hubieran sido encarcelados, que los funcionarios que robaron las donaciones extranjeras hubieran enfrentado una responsabilidad penal… Pero eso hubiera significado un cambio social, no una coyuntura. Soñar no cuesta nada y México duerme soñando con sus ojos tan plenos, despiertos…

Bibliografía.


https://www.youtube.com/watch?v=e9jcmp_xmGc (consultado el 17 de agosto del 2015).
https://www.youtube.com/watch?v=8idZU4RJNhA (consultado el 18 de agosto del 2015).
Carlos Monsiváis, No sin nosotros. Los días del terremoto 1985-2005, Ediciones Era, México, 2006.
Elena Poniatovska, Nada, nadie. Las voces del temblor, Ediciones Era, México, 2012.
Francisco J. Núñez de la Peña y Jesús Orozco, El Terremoto, una versión corregida, edit. ITESO, México, 1988.
Iván Salcido, El terremoto de 1985. 25 años en nuestra memoria, Martín Adame Editor, México, 2010.



[1] Hubo otros hoteles con derrumbes parciales o totales que fueron menos populares, como el Versalles,  Finisterre,  el Romano,  el Principado, el Windsor.
[2] Esta es la cifra registrada hasta el 23 de octubre de 1985. Monsiváis mencionó que fueron 59 naciones.
[3] Iván Salcido, El terremoto de 1985. 25 años en nuestra memoria, Martín Adame Editor, México, 2010, p. 8; http://archivo.eluniversal.com.mx/ciudad/103388.html (consultado el 14 de agosto del 2015).
[4][4] Este dato lo publicó el Unomásuno siguiendo al Sistema Sismológico Nacional. Lo rescató Poniatowska.
[5] Jacobo  Zabludovsky se jactó de haber inventado la denominación “topos”. No obstante, otros testimonios  señalan que la gente en Tlatelolco empezó a llamar así a los que se metían entre los escombros a sacar gente, como señala Iván Salcido.
[6] Iván Salcido en su libro dijo que fueron 33 los rescatados. Poniatowska dijo que fueron 54.
[7] Carlos Monsiváis, No sin nosotros. Los días del terremoto 1985-2005, ediciones Era, México, 2006, p.64.

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