El Averno

Es un impulso. A veces es suave, pero siempre va creciendo gradualmente;  en ocasiones es intempestivo, repentino, avasallador. Algunos estímulos lo detonan:  un poco de tiempo libre, una imagen pornográfica, una silueta femenina caminando por la calle, que en su talla, denota su portento, una  sugerencia erótica en un anuncio, una melodía encendida, una puerta prohibida con un cancerbero, un fragmento de una película o  una ocurrencia necia del  “¿por qué no?”, “será sólo un ratito”, “una copa, nada más”, “es una prueba para mí”,  “no tiene nada de malo”, “lo puedo controlar”, “espero que se baje  tráfico, luego me voy”   o el vacío, simplemente la vacuidad con su sensación de tristeza profunda mezclada con soledad. Todas esas cosas me conducen a esa obscura madriguera, ese lugar lleno de Afroditas y Vampiresas. Sí, el impulso domina, late el corazón, crece en el bajo vientre, revolcándose entre las vísceras, sube al pecho, incrementa los latidos, acelera la respiración, me hace sentir vivo.  De repente me descubro dirigiéndome extasiado al averno. He explorado la mayoría de sus accesos.  Sea  en la tarde, sea en la noche, esté caminado o  viajando en carro, donde me encuentre y  de cualquier forma, encuentro un sendero para llegar inequívocamente a ahí, donde los estrógenos son el aire que se respira, donde el alcohol es el agua que se bebe, el engaño es la única verdad posible, la manía es la única cordura y la desmesura la única medida.
Ingreso. Un cancerbero me conduce a mi sitio.  Me ofrece un menú de tentaciones y a la vez de suplicios. Pido una cerveza. Aunque mi alma está frenética, observo, no me precipito. Recorro con la vista todos los recovecos de la infra mundana geografía. Paso revista a sus fantasmas,  a las otras almas condenadas, a los sirvientes del maléfico y, especialmente,  a  esos súcubos de poca ropa: Abrahel, Lilith, Bietka, Florina, Vasordie,  seductoras entidades disfrazadas de Pamela, Gabriela, Adriana, Tatiana y tantos otros nombres que me sería imposible recordarlos.  Ahí está la pista. Desfilan lentamente, se mueven seductoramente retorciéndose con eróticas contorsiones frente al tubo. Se desnudan, ofrecen sus pechos, sus vientres, su pubis, sus nalgas  a los ojos cegados de quienes ven en esos demonios  a mujeres perfectas. La música resuena, el ritmo se funde con las caderas voluptuosas de esas criaturas infernales esparcidas entre mesas llenas y vacías.  Usan sus encantos para hechizar, para poseer las voluntades de aquellos condenados enajenados por la lujuria.
 Yo, sigo observando. Frecuentemente pierdo de vista la pista y sus bailarinas. Miro a esos demonios con cuerpo de mujer interactuando con los penitentes.  Busco entre las más bellas porque entre ellas está la más excelsa, la añorada, simplemente la mejor.  Invitaré una o dos bebidas a alguna chica. Haré una plática insulsa, sin chiste, en mi espera de que la elegida esté desocupada.  La euforia alimenta mi paciencia, me hace esperar.  Pasadas unas horas, la encuentro. Tiene el cabello rojo, es morena, su cuerpo es armonioso, femenino,  firme, es hermosa, está en el apogeo de su juventud, maneja el tubo como una acróbata sensual que vuelve al erotismo un manifiesto artístico de lo sublime.  Casi siempre las escojo así, recuerdo que en otras ocasiones he seleccionado chicas muy guapas con una pericia fenomenal en la pista. Lo recuerdo bien, una de ellas,  de nombre Kimby,  acababa de llegar de Estados Unidos. Su forma de hablar sonaba chicana. Era de Veracruz, pero había estado trabajando allá por su marido. Como muchas parejas migrantes que alcanzan a su media naranja en el otro lado, tuvieron desentendidos, pleitos, nuevos intereses,   nuevos amores. Luego, lo dejó.  Se regresó con su hija a México. Se instaló con una tía, en esta ciudad. Ese día estuvimos hasta la madrugada. Tomó cerveza tras cerveza hasta vomitar y desmayarse junto a mí. En el gabacho tomaba copas sin alcohol.  Antes de perder el sentido, bailó como lo harían las diosas hip-hop y metal. Prendió a todo el auditorio. Vociferamos, coreamos su nombre, como hordas de soldados ante su  amado general.  Un tiempo estuve yendo a verla, incluso un día fuimos a comer.  Entonces descubrí que era un ser humano común y corriente. Su divinidad derivó en un terrenal encuentro entre dos preguntas que se interrogaban mutuamente entre alimentos.
 Mi mente vuelve a la mesa en la que mi cerebro planea sus estrategias. Le solicito a la boletera que la traiga a mi mesa. Se sienta, me recuerda otros rostros, sentimientos, lugares, pero es ella. Ella es  la falacia más verosímil. Le pago varias copas y más de 10 bailes. La tarjeta de crédito es un aliado perverso en esos lugares.  Su cuerpo es simplemente perfecto. Se contorsiona en mi pubis, juguetea con mi rostro, mi tórax, mi piel.  El pecado no es culposo, sino gozoso. No obstante, una intuición me recuerda que todo es una mentira. Ella finge desearme, yo finjo no darme cuenta,  el interés mutuo dura lo que dura el consumo. Hay un anhelo de seducirla y más con las que saben mentir.  Es estúpido. Ya lo he intentado en muchas ocasiones con muchas otras.  Ellas sólo aman al dinero, pero simulan un interés especial. Y mediante él, te llevan a salones privados, te venden su sexo, te embriagan en todas las formas posibles: proponen tríos, salidas, caricias prohibidas a cambio de una propina…
 Por fin me siento cansado, somnoliento, desangrado. Paro después de haber saciado ese vacío. Me despido. Pido la cuenta. Me voy.
Pero el vacío no está muerto. Llego a casa sintiéndome peor: derrotado, débil, sin dinero, timado, más vacío, desesperanzado. Me juro no volverlo a hacer. Pero realmente no sé si podré. El impulso está sedado. Así estará un tiempo, no sé cuánto. Varía. Temo que vuelva, me domine, me obligue, me torture, me lleve al límite, se apodere cada vez más de mí. En fin, por hoy, no habrá tal cosa. No habrá una lucha.   Me cobijaré en la latencia de su abominable dormitar. El infierno sí existe. Está en esta vida, en nuestras mentes, en los otros. El averno es un sitio muy real que tiene  gente mala que le fascina atraparnos en él.

II

Por eso, para salir del averno, recurrí a la Divina Providencia. No suelo ser una persona muy devota. Pero es que la lujuria me domina. Necesito el sostén divino. Peco, no puedo parar de hacerlo. Asistí  al convento  de San Miguel Arcángel,  se ubica por mi casa, casi nunca voy, está muy vacío, es viejo -como el siglo XVII-,   se esconde  entre un puente vehicular,  una gasolinera, un teatro, unas vías de ferrocarril y una academia de la policía.  Realmente es el lugar sagrado de los Olvidados. Ahí, el párroco me recomendó apegarme a la palabra de Dios, me mandó rezar varios Padres Nuestros, Aves Marías, Actos de Contrición y Credos, me recetó la lectura continua de la Biblia, que hablara con Dios con frecuencia. Lo hice escrupulosamente. Empecé a ir a misa. Pero no se me quitó el impulso.  Me sentí perdido en una guerra que no podría ganar. Dicen que el arcángel Miguel es un soldado que no abandona a las almas  purgantes. Nunca lo sentí presente; tampoco  Dios no me contestaba cuando lo interpelaba. Sólo logré sentirme más pecador.  Solía platicar con el confesor. Me desahogaba en  una pequeña, pero significativa medida. Claro que nunca logró guiarme a la paz.

También me incorporé a Adictos Sexuales Anónimos. Pero no lograba la contención. Anduve con una chica miembro de este grupo: Brenda. Creo que estaba más enferma que yo. Teníamos sexo en todas partes. Me sugirió llevarla a varias orgías. Yo la llevaba al Table Dance conmigo. Le pagaba unos privados con las bailarinas. Ella me excitaba. Me inició en la pornografía gore. Eso me prendió más. Sentía más culpa. Empecé a tener fantasías homicidas.  Pensé que ella era mala influencia. Me alejé, simplemente desaparecí de su mundo. Recurrí al psicoanálisis, fue entonces cuando conocí a la doctora Judith. En un principio funcionó. Pero, luego, nada. Cada vez veía más gore, no lo podía evitar. Era como tener adicción por el chocolate. Tienes acceso a una caja y te la acabas completa.  Sólo que este dulce era muy amargo. La doctora no sabía de mi afición. Nunca me atreví a decírselo. Luego empecé a fantasear con ella, sí violentamente, sí gore.  El Averno estaba llegando a mí, no encontraba escapatoria: ni la religión, ni la auto-ayuda, ni la psicología podían frenar los impulsos demoniacos dentro de mí.

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