La pregunta por el hombre
Preguntarse qué es
el hombre es un asunto muy bien recibido o muy rechazado. Cuando se elogia la
pregunta quizá no se requiera de una justificación, pero cuando genera
molestias entre quienes consideran esta cuestión ociosa y banal, vale la pena
darles el beneficio de la duda y reflexionar junto con ellos la real trascendencia de dicho planteamiento.
Las ciencias de la naturaleza nos pueden esbozar al hombre como un ser
biológico; las ciencias humanas, sus distintos derroteros históricos y sociales. Consecuentemente, la respuesta ya estaría
dada, no valdría la pena molestarse en tratar de contestarla. No obstante, cada ciencia da una respuesta y
cuando se empiezan a cotejar, cabría pensar que quizá haya una visión que
conjunte a la de todas las ciencias. Por otro lado, cada ciencia llega a un
limite en sus explicaciones y es quizá cuando debemos ponernos un poco
filosóficos, porque pensar que el hombre es un ser cortado con la misma tijera
y que nosotros la poseemos (y, por ende,
sabemos exactamente cómo siente, piensa y actúa la humanidad), puede tornarse
en una postura altamente sospechosa. Si persiste la pregunta sobre el hombre,
es porque las respuestas no han sido completas ni satisfactorias en su
totalidad.
La
pregunta por el hombre no necesariamente implica que tengamos que concluir que
todos somos fotocopias de la misma página y cuyas letras conocemos perfectamente
de la “a” a la “z”. Tampoco significa
que no sepamos nada de nosotros. En
otras palabras, la pregunta por el
hombre bien puede traducirse en: ¿qué son los hombres y si hay algo común entre
ellos? Todos tenemos un cuerpo humano con una estructura funcionalmente
similar, tan similar que eso permite la práctica de la medicina, pero parece
que no hay una receta igual para entender el comportamiento del homo sapiens. El hombre, al interrogarse
por su mundo y su papel dentro de él, ha logrado paulatinamente descifrar el
libro de la naturaleza y en buena medida predecir su trama, pero resulta que la
humanidad es más escurridiza. La psicología, especialmente con Freud, ha
intentado ver un aparato psíquico parecido al diseño natural del hombre; no
obstante, esta misma disciplina ha
tenido importantes portavoces que se van más despacio a la hora de pensar
en complejos de Edipos, Electras etapas
y fijaciones de todos los colores y sabores. Nunca se sabe con certeza para
dónde irán y de dónde vienen las reacciones humanas. Si así fuera, no
tendríamos problemas unos con otros, Sergio
Andrade no hubiera pisado la cárcel y Carlos Salinas no hubiera caído de la
gloria al infierno. Con mayor prudencia, la pregunta por el hombre es digna de
plantearse con un “¿quién soy yo?”. De hecho, muchas de las polémicas sobre una
esencia compartida van en esta
dirección, pues algunos dicen que aquello que el ser humano es, no
corresponde a su propia individualidad,
mientras que otros creen que su esencia personal no puede responder a
generalizaciones.
Por
otro lado, no saber quién es uno, podría
derivar en una ficción o en una patología... Vaya, todos sabemos quienes
somos. No lo dudamos ni por un momento.
Acaso solo los amnésicos y algunos pobres enfermos mentales no sepan quienes
son. Para tales desafortunados hay
psiquiatras y neurólogos; pero para los demás que queremos saber qué somos a
pesar de que sepamos quienes somos, está el humanismo. Así pues, todos tenemos una cierta dosis de amnesia y
locura al no conocernos del todo, al ser incoherentes en muchísimas ocasiones
de nuestra vida. Y cuando los otros nos sorprenden con su escasa memoria y su
falta de cordura, llegamos pensar que no conocemos en realidad a esas personas. Ni que decir de nosotros mismos cuando
hacemos cosas que nunca consideramos realizar. Y si no sabemos quienes somos a
plenitud, nos los preguntamos en primera persona una vez más: ¿qué clase de
persona soy realmente?, ¿quiénes son en verdad: mi papá, mi mamá, mis hermanos,
mi pareja, mis amigos, mis compañeros? La pregunta por el hombre nos acompaña
muchas más veces de lo que creemos y estamos dispuestos a aceptar. Pero la
pregunta, tampoco tiene que ser motivada sólo por el desencanto, sino también
por el encantamiento: ¿qué tiene esta persona que me interesa? Cuando
descubrimos la existencia de alguien por primera vez, genera curiosidad.
Sondeamos sus comentarios, su manera de vestir, de hablar, de caminar,
etcétera. En el fondo descansa la pregunta “¿quién es?”. Y cuando vamos resolviendo la incógnita; cuando va
adquiriendo rostro la respuesta, tomamos ciertas decisiones para vincularnos
mejor. Por eso es que procuramos conocer a nuestros allegados y cercanos.
Igualmente sucede -y con mayor razón- con las amistades y amores que se escogen (o que nos caen).
Entonces,
cabe preguntar: si los hombres nos ocupamos siempre de los hombres, ¿por qué hay
tantas guerras, injusticias, violencia y muertes?, ¿por qué no logramos una
convivencia armoniosa en la humanidad? Desde luego que es una catástrofe lo
primero, y lo segundo no se puede universalizar respecto a todas las relaciones
humanas. Sin embargo, aquellos que reconocemos la tragedia de la existencia y
de nuestra añoranza por la felicidad, tenemos dos opciones: la resignación o la
lucha por la utopía de la felicidad.
Ahora
bien, este no es un asunto de gente
amargada que quiere arruinarle la fiesta los demás con sus problemáticas. Quien
anhela ser feliz, no es necesariamente un infeliz. La felicidad no es ni un
sentimiento siempre presente o siempre ausente en toda la vida. El problema es
más complejo. Aún así, muchos personajes se consideran felices: tienen una
bella familia, amor, comodidades, dinero, paz. Perfecto, si es así,
enhorabuena. Seguramente han respondido
–en la medida en que es posible- de manera satisfactoria a la pregunta sobre su
humanidad. Será provechoso saber cómo le hicieron. Pero, si algún ser
feliz rechaza tajantemente una reflexión o discusión sobre el hombre apenas se
le empieza a brindar información, podemos
sospechar que se debe a que le angustia el tema, no lo ha pensado tan
profundamente y valdría la pena que revisara sus pensamientos…
Ciertamente
que una clase, un libro o una conferencia sobre el ser humano, no puede cambiar
a la humanidad, ni a una persona debe indicarle cómo ser; la transformación de
la vida depende de una labor constante y personal, no de un suceso aislado y
externo. En la medida en que cada quien se haga responsable de su respuesta a
la pregunta por el hombre, en esa medida está la eficacia del Humanismo. Y es
que todos, por el hecho de ser hombres, somos humanistas, es decir, vivimos,
pensamos, padecemos y somos lo humano. Así pues te invito, a pensar y repensar juntos qué es el ser
humano. Ya lo dijo Sir Arthur Conan Doyle en boca de John Watson, el mítico
amigo de Sherlock Holmes: “El verdadero tema de estudio de la Humanidad es el
hombre”.
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