La ciudadanía
La
ciudadanía puede ser considerada como una condición, como un comportamiento o
como el conjunto de los ciudadanos, por eso la RAE, define a la ciudadanía
como: 1) cualidad y derecho del ciudadano, 2) como el comportamiento propio de
un buen ciudadano y 3) como el conjunto
de los ciudadanos de un pueblo o nación.[1] Un ciudadano, en este
sentido, es el habitante de una ciudad antigua o de un Estado moderno que es
sujeto de derechos políticos y que interviene ejercitándolos en el gobierno del
país.[2]
Desde
una perspectiva filosófica, la ciudadanía surge por necesidades de la
humanidad, surge para proteger al ciudadano a través de alguna forma de Estado
que favorezca su subsistencia y le otorgue ciertos privilegios. La sociedad y
el poder garantizan la felicidad y supervivencia del hombre. Esto supone la institución
de un poder soberano, convirtiendo a la ciudadanía en correlato de la
soberanía.
Por
eso el sociólogo T. H. Marshall definió a la ciudadanía como “aquel estatus que
se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Sus beneficiarios
son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones que implica”.[3] Para él la ciudadanía
puede ser civil, política o social. La primera garantiza las libertades
individuales del ciudadano, la segunda su derecho a votar o ser electo y la
tercera el derecho a recibir servicios
sociales. Desde su enfoque la ciudadanía es el elemento equilibrador entre las
diferencias de clases social que hay en nuestras sociedades contemporáneas.
Otra
clasificación de la ciudadanía es la que ofrece Rubio Carracedo, quien desde
una perspectiva jurídica dice que hay tres tipos de ciudadanía: la integrada,
la diferenciada y la compleja. La primera reconoce como absolutamente iguales a
todos los ciudadanos, los ve como libres e iguales; la segunda establece
diferencias entre los de ciudadanos dándoles privilegios a unos respecto a
otros; la compleja reconoce las identidades de ciertos grupos a los que les
otorga derechos especiales.
En
el caso mexicano, las condiciones para que alguien sea ciudadano de este país
están estipuladas en el artículo 30 de la Constitución Mexicana. Para ello hay
que tener 18 años de edad cumplidos, tener un modo de vida honesto, haber
nacido en territorio, aeronave o embarcación mexicana, siendo hijo de uno o dos
padres mexicanos, habiéndose casado con un mexicano o mexicana o
naturalizándose. Eso le permite votar y ser electo, tomar las armas en el
ejército o guardia nacional, asociarse libre y pacíficamente para tomar parte
de los asuntos políticos del país, ejercer el derecho de petición de manera
escrita.
Según
cada país los requisitos de ciudadanía pueden variar.
De
acuerdo con Derek Heater la ciudadanía es una
forma de identidad sociopolítica, que no es la única y a veces ha
coexistido con otras, siendo o subordinada o dominante. Según él hay cinco formas principales de
identidad política: el sistema feudal, del monárquico, tiránico, nacional y ciudadano. En el sistema feudal el individuo es vasallo protegido por un superior, el Señor. En el sistema monárquico el hombre es súbdito de un rey, quien es identificado con
el país, a quien se le debe tener lealtad y
una obediencia pasiva. En el sistema
tiránico –incluye a las
dictaduras y el totalitarismo modernos-
la persona está sometida al poder unipersonal del tirano y la posición de
la primera (la persona) es la de apoyar el régimen del segundo (el tirano). El
sistema nacional, en cambio, convierte al ser humano en miembro de un grupo
cultural del cual participa, especialmente dentro de sus tradiciones. En el
sistema ciudadano, se establece una relación no con un individuo (el señor, el
rey o el tirano), ni con un grupo de
personas (la nación), sino con una abstracción: El Estado. El ciudadano adquiere derechos y obligaciones
que el Estado otorga y salvaguarda. Lo
que distingue al ciudadano de las otras
formas de identidad sociopolítica son las ideas de autonomía, igualdad de clase
y participación ciudadana. Como ya se
señaló estas identidades pueden coexistir mutuamente en algunos sistemas
políticos. [4]
En el Mundo Antiguo lleno de reinos e
imperios teocráticos es casi imposible encontrar el concepto de ciudadanía
salvo en el contexto bastante influyente del Mundo Clásico (Grecia y Roma). A
continuación, lo desarrollaré.
Grecia
Desde una perspectiva histórica, pues, la ciudadanía ha
sido un concepto que ha cambiado, a pesar de los modelos actuales de ciudadanía
que se puedan ofrecer. Obviamente la primera cultura en la humanidad en la que
se adopta concepto de ciudadanía es la Grecia Clásica, siendo sorprendentemente,
según cuenta Heater los espartanos –y no los atenienses- en inventar dicho
concepto.
Tras la conquista de Mesenia en el siglo VIII a.C. los
espartanos tuvieron que crear una fuerza élite, de aproximadamente 9 mil
personas, para mantener a raya a los conquistados, quienes fueron denominados
hilotas. Este grupo militar superior estaba asociado con el estatus ciudadano y
eran llamados “espartiatas”. Supuestamente
Licurgo, mediante una reforma a la Constitución espartana creo a este grupo con
las características ciudadanas, a saber: la igualdad, la posesión de una
fracción del terreno público, explotación económica de los hilotas, obligación
de educarse y entrenar militarmente,
participación en banquetes comunes, el servicio militar, la virtud
cívica y la participación en el gobierno. Cada ciudadano era un hoplita, además
y estaba sometido a una exigencia terrible desde su infancia. Esto ocasionó que
la cantidad de espartiatas fuera
descendiendo, al grado que Jenofonte reportó la existencia de 1 500 de estos en el siglo III (en 371 a.C.).
[5]
Pues bien ese modelo práctico de ciudadanía inspiró a los
modelos teóricos de Platón y Aristóteles. El primero, consideró que debería
haber tres tipos de ciudadanos: los gobernantes, los soldados y los
productores, mientras que el segundo asoció la ciudadanía con una condición
natural y universal del hombre que debe estar asociado a la consecución de la
virtud.
La democracia ateniense, también tuvo su modelo de
ciudadanía que se basaba en los principios de igualdad, libertad de expresión (parresia) y participación. La condición ciudadana estaba
limitada a cierto grupo: los varones nacidos en Atenas en edad adulta (18 años
en adelante) que gozaban de libertad, que no estaban reducidos a la esclavitud;
no obstante, sólo podía a ser jurados en los juicios a partir de los 30 años.
La sociedad ciudadana se dividía en cuatro clases: los pentacosiomedimnos (quinientos medimnos), los caballeros, los zeugitas (poseedores de tierras) y los tetes (los más humildes). Eran alrededor de unos 30 mil ciudadanos en la
época del esplendor de Atenas y esta cifra se llegó a elevar a los 50 mil. Los ciudadanos estaban obligados tanto al
servicio militar como a un servicio nacional (que duraba un año éste último y
fue instituido tardíamente).
Roma
En el Imperio Romano el concepto de ciudadanía se amplió.
Mientras para los griegos era un
concepto muy limitado a un grupo muy reducido, los romanos establecieron grados
de ciudadanía e incluso la ampliaron para los esclavos y los extranjeros (civitas sine suffragio). El ciudadano romano estaba obligado a
votar (pero no por un mandatario supremo) a pagar impuestos y hacer un servicio militar, pero también el
estar protegido por el Derecho Romano, en una cultura que osciló entre la
República y el Imperio, jamás fue la Democracia.
La filosofía estoica aportó también la noción de
obligación ciudadana y de un cosmopolitismo a la cosmovisión romana. Respecto al primer elemento Cicerón dice:
Un ciudadano sensato y fuerte y
digno de ocupar el primer puesto de la República […] se entregará enteramente
al servicio de la República, no buscará ni riquezas ni poderío, se dedicará a
atender a la patria, de forma que mire por el bien de todos […] y hasta se
entregará a la muerte antes que abandonar los preceptos que he dicho.[6]
Respecto al segundo elemento, dice Marco Aurelio:
Si la capacidad intelectiva nos
es común, también la razón, por la que somos racionales, nos es común. Si es
así, también es común la razón que prescribe lo que debemos hacer o no. Si es
así, también la ley es común. Si es así, somos ciudadanos. Si es así,
participamos de alguna clase de constitución política. Si es así, es mundo como
una ciudad. Porque, ¿de qué otra
constitución común se dirá que participa
todo el género humano? Y de allí, de esa ciudad común, nos viene también
la capacidad intelectiva, la racional y la legal.[7]
La Edad Media
En la Edad Media, a diferencia del mundo grecorromano, el concepto de
ciudadanía fue marginal y tuvo poca importancia, salvo en los principados
italianos. No obstante, mantuvo una
tenue presencia. Dicho concepto se caracterizó por estar ligado al
Cristianismo, al concepto clásico de ciudadanía (especialmente el
aristotélico), el ser ciudadano implicaba un privilegio en una ciudad o una
población, no así en un Estado. El ser
cristiano era incompatible con ser
romano, pues el cristiano no seguía la religión cívica, pero cuando creció esta
nueva religión y fue aceptada por Roma en 391 como religión oficial, se rompió
dicha compatibilidad. No obstante, San Agustín siguió considerando
incompatibles a ambos, ya que la corrupción del mundo terrenal era opuesta a la preparación para el Reino de
los Cielos que el cristiano debía realizar antes de morir.
Posteriormente, quien logró una reconciliación entre
ciudadanía y cristianismo fue un eminente catedrático de la Universidad de
París del siglo XIII, Santo Tomás de Aquino. Él, rescatando a Aristóteles,
postuló que el hombre efectivamente tiene una naturaleza política que debe de
subordinarse a la virtud. No obstante, para Tomás de Aquino, en ocasiones, un
buen ciudadano no necesariamente es un buen cristiano, pues a veces puede hacer
cosas buenas para la virtud cívica, pero contraviniendo a los 10 mandamientos,
como sería el caso de un buen espartano que, al matar a un hilota, es un buen
ciudadano, pero que viola el sexto mandamiento.
En cambio Marsilio de Padua, quien fue rector de la
Universidad de París, con apoyo de su
discípulo Jean de Jandun escribió el libro El
Defensor de la Paz, en el cual retoma secularmente la Política
de Aristóteles, y elabora una filosofía política de carácter anti papal, en la
que la Ciudad no requiere de otra justificación para su existencia que su
existencia misma, sin tener que depender de una tutela religiosa y por ende
papal. La representación de la sociedad
debe de estar en la voluntad de los ciudadanos, que se ve ejercida por una
representación indirecta de la autoridad.[8] A
la par de este señor, Bartolo de Sassoferrato, jurista de la Universidad de Perugia,
postuló que la fundamentación del poder del Estado estaba en el conjunto del
pueblo y cuando éste lo ejercía mediante la ciudadanía y el Derecho, podía ser
considerado soberano.
Desde el siglo XI se observaban varias ciudades que
ejercían su gobierno autónomamente, en claro desafío a la autoridad papal. Muchas
de ellas se gobernaban de manera semejante a Atenas, con una Asamblea popular.
En la medida en que fueron creciendo, diseñaron formas autónomas de
representación en su administración. La ciudad más exitosa y famosa en este
aspecto fue Florencia, la cual destacó por construir una estabilidad e
independencia superiores a las de otras urbes, privilegiando en la práctica y
en la teoría a la ciudadanía, como sus grandes intelectuales sobre la política
dieron testimonio: Leonardo Bruni y Nicolás Maquiavelo.
La Edad Moderna
Durante el siglo XVI se consolidaron los primeros Estados
modernos. Ya no eran ciudades-estado, eran “estados-nación”. Aunque con
problemas y sin la solidez actual, surgieron Inglaterra, Francia, España,
Suecia y Polonia. Surgieron como monarquías absolutas en las que la gente era
súbdita, pero también se planteaban la posibilidad de ser también ciudadanos de
esas naciones. Estas formas políticas prácticamente se mantuvieron como
absolutistas hasta el siglo XVIII.
Durante esta época, Jean Bodin en su obra Los seis libros de la República, definió
la soberanía de un Estado como el poder absoluto y perpetuo de una nación
ejercido directamente por el monarca.
Bodin plantea que los ciudadanos son súbditos libres, cuya libertad está
disminuida por la obediencia que le deben al rey. De varios ciudadanos
diferentes se conforma una República. La cohesión de la ciudadanía le da fuerza
y valor a ésta. Igualmente Thomas Hobbes en su Tratado sobre el ciudadano, apoya la creencia en el absolutismo y
señala que un gobierno absoluto bien afianzado, preferentemente con un rey, es
lo que evita la anarquía y la vuelta al estado de naturaleza del hombre, que
haría al hombre un bruto solitario náufrago que vive en pobreza y con bajeza.
El ciudadano debe de obedecer, somete su voluntad a quien tiene el mando, es
súbdito de quien manda. Finalmente hablaremos de Pufendorf, quien escribió De los deberes de los ciudadanos. Ahí
claro que sigue la línea de Hobbes y Bodin, pero añade los ciudadanos no sólo
tienen obligaciones como súbditos, sino también con sus conciudadanos, siendo
el principal vivir pacífica y amigablemente con los demás.
Contrariamente a estos intelectuales de la monarquía
absoluta, surgieron otros de las revoluciones. Así, John Locke en su Segundo tratado sobre el gobierno civil,
propone que todo hombre tiene derecho a proteger su vida, su libertad y sus
bienes. Montesquieu va a definir a la virtud como amor a las leyes y la patria.
Juan Jacobo Rousseau estableció teóricamente los ideales de la Revolución
Francesa: libertad, igualdad y fraternidad, tales conceptos, fueron plasmados
en el lema que creó su discípulo Robespierre. Tales intelectuales influyeron fuertemente en la
justificación teórica de las Revoluciones Americana y Francesa, y lo que sería
la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776) y la Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). En estos documentos se
establece una igualdad natural entre los hombres, se les reconoce derechos y
una autonomía.
Derivados de estos dos movimientos la ciudadanía fue
entendida como un asunto contractualista que, en consecuencia, redefinía a la
nación como lo hizo Abbé Sieyés “Un cuerpo de asociados que viven bajo una ley
común y representados por una misma legislatura”.[9]
La Edad Contemporánea
Pues bien, durante el siglo XIX se dio un giro que
asociaba a la ciudadanía con una unidad lingüística y étnica (el Volk, o
pueblo), a pesar de la existencia de países cuyo origen era multicultural. John
Stuart Mill declaró que
Es prácticamente imposible que existan
instituciones libres en un país integrado por varias nacionalidades. En un
pueblo donde no haya un sentimiento de compañerismo, especialmente si se hablan
lenguas diferentes, no pude existir esa opinión pública unificada que es
necesaria para que funcione el Gobierno representativo.[10]
Incluso los Estados europeos más importantes de ese
entonces, se enfrentaban a la necesidad de embarcarse en empresas nacionalistas
que favorecieran el aprendizaje de una lengua. Ese fue el caso de Italia,
Francia y Alemania. La asociación entre nacionalidad y ciudadanía fue
especialmente cultivada por el Imperio Alemán.
El exacerbado fomento de esos nacionalismos, aunado a
varios pactos internacionales y afanes hegemónicos derivó las dos guerras
mundiales del siglo XX. Una reacción en contra de este exceso fue el
replanteamiento de la ciudadanía y de las naciones como un asunto de
federalismo (que permitía la coexistencia de una identidad local con un pacto
nacional), se hizo una crítica severa a
la asociación entre la identidad racial y la nacional, derivando en la
abolición de regímenes racistas, como el Apartheid o el tercer Reich alemán; se
declaró como derecho humano a la condición de que toda persona pertenezca a una
nacionalidad y tenga un Estado en 1948. Incluso hubo intento que se trató de realizar
en la ONU y todavía en años posteriores a la Segunda Guerra Mundial de crean una ciudadanía mundial, que pudiera
establecer una asamblea electa de todas las naciones con un gobierno federal
mundial. Activistas de este movimiento fueron Mortimer J. Adler (Cómo pensar la
guerra y la paz), Bernard Baruch, Robert
Sarrazac y Garry Davis. Se crearon instituciones tales como el Front Humain des
Citoyens du Monde (Sarrazac), el Registro de Ciudadanos del Mundo (Davis) y el
Movimiento Federalista del Mundo. A partir de 1975 dicho tipo de movimientos a
favor de un cosmpolitismo resurgió motivado por el temor a una guerra
termonuclear ocasionada por la Guerra Fría y por el deterioro ecológico del
planeta. Surgieron otras instituciones como
Ciudadanos Planetarios y Mouvement populaire des Citoyens du Monde.
Podemos concluir que el concepto de ciudadanía está
ligado a un status jurídico, como a una forma de identidad sociopolítica que ha
sufrido altibajos y que varía según la legislación y según la época. La ciudadanía fue inventada por los griegos,
pero el concepto fue retomado por los romanos, algunos medievales, los
renacentistas, los modernos y los contemporáneos. Los filósofos desde tiempos antiguos han
tratado de justificar y establecer el deber ser de esta identidad, de esta
forma de relación. Pero además, nos enfrentamos ante ciertos problemas de
carácter moral.
Ética y ciudadanía
Como ya dije, hay problemas éticos ligados al asunto de
la ciudadanía. De antemano, los derechos ciudadanos no son respetados de igual
forma en la sociedad. Las clases altas los hacen valer más que las clases
bajas, a pesar de la propuesta de Marshall.
Este tema lo podemos denominar como la negación de derechos. Ciertamente los derechos ciudadanos
también pueden ser negados por otras razones distintas a las económicas. No
obstante lo más común en las sociedades occidentales tiene que ver con el
dinero, la corrupción y la falta de consolidación de un estado de Derecho.
Un segundo aspecto relacionado con la eticidad de la
ciudadanía es el de la participación ciudadana, tanto en Estados que han
recientemente asumido regímenes democráticos como en Estados que ya los tienen
desde hace tiempo, pero que dejan poco espacio real para las decisiones e
iniciativas ciudadanas. Por participación ciudadana debemos de entender el
conjunto de actividades, procesos y técnicas por los que la población
interviene en los asuntos públicos que la afectan (votar y ser votado,
participar en la formación de programas y decisiones políticas, deliberar en
espacios y foros públicos, solicitar información y transparencia al gobierno,
participar en ONG’s).
En específico la situación de la mujer en la incorporación
a la ciudadanía sigue siendo un tema espinoso. El sexo femenino padeció de
siglos de represión cívica. En México las mujeres comenzaron a votar y a
ejercer sus derechos cívicos hasta 1953. A la fecha muchas mujeres, aunque
legalmente tienen derechos, en la práctica encuentran dificultades para
ejercerlos de la misma manera que los varones.
Otro tema difícil es el de la migración. Hoy en día el 3%
de la población del planeta es migrante. Los migrantes ilegales, que huyen de
sus países por estar en guerra o bien en una situación de miseria y mucha
inseguridad se enfrentan ante la imposibilidad de ejercer su soberanía y ser
tratados como ciudadanos de segunda o como sujetos invisibles en los países en
las que están de paso o bien en los que ya migraron.
Esto conduce al tema de la educación cívica o educación
de la ciudadanía, que pretende fomentar tanto la participación ciudadana, como
los lazos de unión entre la gente. Educar ciudadanos es todo un reto para el
México y para el mundo del siglo XXI.
Tarea
1. Ordenar en una línea del tiempo la evolución en torno a
la ciudadanía.
2. Ver la versión de 1967 de la película del planeta de los
simios. Hacer una comparación entre esa sociedad del futuro y la actual
respecto a la ciudadanía y sus problemas éticos.
3. Investiga sobre la existencia actual y actividades del
Registro de Ciudadanos del Mundo.
Fuentes
Derek Heater, Ciudadanía.
Una breve historia, Edit. Alianza, Madrid, 2007.
Philippe Raynaud y
Stéphane Rials, Diccionario Akal de
Filosofía Política, edit., Akal, Madrid, 2001, entrada: ciudadanía.
Ulrich Richter Morales, Manual del Poder Ciudadano, Edit. Océano, México, 2011.
[3]
Cfr. Ulrich Richter Morales, Manual del
Poder Ciudadano, Edit. Océano, México,
2011.
[4]
Derek Heater, Ciudadanía. Una breve
historia, Edit. Alianza, Madrid, 2007, p. 11 y ss.
[5]
Ibid., p. 19 y ss.
[6] Ibid., p. 78.
[7] Ibid., p. 80.
[8]
Obviamente una postura tan desafiante le costó la censura del Papa y tener que
refugiarse en la Corte de Sacro Imperio Romano Germánico.
[9]
Ibid., p. 162.
[10]
Ibid, p. 165.
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