La argumentación.

El habla es el uso del lenguaje. Según Mónica Rangel Hinojosa, la argumentación es “el tipo de habla en el que los participantes tematizan las pretensiones de validez que se han vuelto dudosas”.[1]  En consecuencia, el habla puede ser entendida como una actividad necesariamente argumentativa,  en tanto que las enunciaciones tratan de actuar sobre su destinatario e influir en su sistema de pensamiento. No obstante, tal vez no todos los discursos del habla sean obligatoriamente argumentativos.[2]
En un primer momento la argumentación tiene por finalidad el consenso. En un segundo momento, permite -y  se entiende como parte de su mecánica- el disenso.  A lo que permitiría aceptar un argumento se le llama  ley del paso, o sea,  la función de aceptación de las premisas del otro, regularmente afianzada en lugares comunes, es decir, convenciones implícitas del habla.
La argumentación también está asociada a un pensamiento racional, en contraposición al pensamiento mítico, mágico-religioso (o como se le quiera llamar).  El pensamiento racional es un pensar fiable, susceptible de ser criticado y fundamentado, que tiene como pretensión –con toda su problematicidad- la objetividad en un contexto de consenso (transubjetividad).[3]
La argumentación, pues, es un acto lingüístico. También es un acto de pensamiento.  Está compuesta por unos elementos mínimos: una proposición, una oposición, un problema y los argumentos. La proposición es un enunciado planteado por un proponente. La oposición deriva de la puesta en duda de la proposición por parte de un interlocutor al que llamaremos oponente, y que ofrece un contradiscurso al que sostiene el proponente.  Dice Christian Plantin: “Sólo puede haber  argumentación  si hay desacuerdo  sobre una posición, es decir, confrontación entre un discurso y un contradiscurso”.[4] El problema lo constituyen las posiciones opuestas de los proponente y el oponente y que se puede formular en una pregunta.  Los argumentos son las razones que fundamentarán la postura y las tesis del proponente y el oponente. Las tesis de ambos son las conclusiones de su reflexión. Los argumentos que den, constituirán las premisas, las razones, por las cuales esa conclusión es válida.  En consecuencia, la argumentación, para Plantin, es “una operación que se apoya  sobre un enunciado asegurado (aceptado) –el argumento- para llegar a un enunciado menos asegurado (menos aceptable) –la conclusión”.[5] Mientras que argumentar es  “dirigir a un interlocutor a un argumento, es decir,  una buena razón para hacerle admitir una conclusión e incitarlo a adoptar los comportamientos adecuados”.[6]
Chaïm Perelman considera que toda argumentación requiere de ciertos prerrequisitos: el primero y más es inmediato es una comunidad  efectiva entre quienes van a argumentar. Para esto también se requiere un lenguaje común, una técnica que permita la comunicación, unas reglas básicas de conversación, la pertenencia a un medio social y un auditorio, que es “el conjunto de aquellos en quienes el orador quiere influir con su argumentación”.[7] Si, al parecer, el auditorio no es el oponente, sino alguien más, un espectador de la discusión. Por ende,  es necesario el conocimiento de dicho auditorio para ser eficaz, si se tiene el rol  del proponente u orador. Ahora, bien, los auditorios son siempre muy distintos, sus variedades son infinitas.
Perelman, supone que el orador puede persuadir a un auditorio particular o bien convencer, pensando en un auditorio universal, como un ente de razón.[8] El valor de esa universalidad, está en una unanimidad, en un acuerdo universal imaginado por el orador entre todos los miembros de dicho conjunto.[9] Para esto el orador también debe realizar una deliberación íntima (consigo mismo), para pensar  sus argumentos, para exponer sus razones y sus racionalizaciones. Eso le permite  tener un rol de educador o de propagandista. El educador es transmisor de los valores aceptados, comunes en una sociedad; en cambio, el propagandista trata de trasladarlos a otra comunidad; el educador es portavoz, el propagandista debe de conciliarse con el auditorio.[10] Esto demanda, en uno y en otro caso, la obligación de escuchar al auditorio.
La argumentación también supone una comunidad de pensamiento libre que puede llegar a un acuerdo y evitar así la violencia; tiene un compromiso con el nosotros, con la persona y  muestra apertura a cuestionar una verdad (que no es absoluta). Si el discurso del orador rompe con dichos valores, entonces hace un acto revolucionario, y se le puede censurar; en otras palabras, se pueden controlar los medios para comunicar las ideas y así hacer imposibles las condiciones necesarias de  la argumentación.  Quizá en esta situación la censura sea aceptable. Sin embargo, igualmente existen condiciones donde es inaceptable. Por ejemplo: el fanatismo no permite cuestionar tesis cuestionables que se sometan a la libre discusión. El escepticismo (total, radical), descalifica al orador y su discurso. El efecto es el mismo: se evitan las condiciones previas a la argumentación.[11]
 Considerando todo lo anterior, se puede postular que la argumentación es la dimensión pública y comunicativa de los procesos cognitivos de la especie humana.[12] Los procesos cognitivos no son exclusivos del hombre, pero sí lo es la comunicación lingüística (en sentido restringido), y por ende, la argumentación.   
Por otro lado, es justo señalar que hay una conexión peculiar entre la argumentación y los procesos cognitivos en el ser humano: lo característico de la argumentación es “la creación, el fortalecimiento o la inhibición de circuitos neuronales específicos” (la persuasión).[13]
Los procesos cognitivos que nos llevan a elaborar conceptos, están asociados en psicología a la elaboración de prototipos o esquemas mentales que dan carne a los conceptos. Esta teoría surgida en los años setenta con  E. Rosch señala que los conceptos no son las propiedades comunes a los individuos a los que pertenece una clase de pensamiento, ni son las notas constitutivas de las propiedades esenciales de un ente (teorías formalistas de los conceptos), sino que los conceptosson información que se organiza  en esquemas o son un conjuntos de enunciados en torno a un prototipo mental cuyo contenido no es preciso en relación a los componentes de su extensión conceptual (teoría cognitiva).
Podemos señalar que hay dos tipos de conceptos: los concretos y los abstractos. Ambos se pueden usar en la argumentación, pero ya la propia argumentación, como actividad y concepto es abstracta.
 Los conceptos más estudiados son los que tienen que ver con las clases naturales, los conceptos concretos. Pero también se han estudiado los conceptos abstractos.  De estos últimos se ha propuesta una teoría: la de la mente corpórea (lanzada en los años 80 por  Lakoff y Johnson).  Es decir, esta teoría sostiene que los conceptos abstractos son generados a partir de un modelo concreto, de conceptos concretos con recursos cognitivos específicos (la metáfora o analogía), de tal manera que no hay un separación total entre el pensamiento simbólico-formal y el corpóreo-imaginativo. Dicho con todas las letras: la metáfora es el recurso central en la constitución de nuestros sistemas cognitivos, ya que la esencia de la metáfora consiste en comprender y experimentar una clase de términos en otra. La metáfora está anclada en la experiencia (entendida esta en toda su extensión, sensorial, cultural). Obviamente, los conceptos no se construyen con una sola metáfora, esto sucede rara vez, más bien se construyen echando mano de varias metáforas.
Lakoff y Johnson señalaron que el concepto abstracto de argumentación está construido fundamentalmente bajo la metáfora de la guerra: “Cuando se habla de una argumentación en términos de una batalla en la que se gana o se pierde, no se limita uno a hablar, sino que la metáfora determina la forma en que comprendemos y experimentamos el hecho social de la argumentación”.[14]  También participan otras metáforas en la construcción del concepto de “argumentación”: la metáfora de la construcción, la metáfora del recipiente y la metáfora del viaje. La argumentación entendida como guerra, está asociada con la lucha, con el triunfo y la derrota; entendida como construcción está asociada con la solidez, el equilibrio, la fortaleza y hasta la belleza; entendida como recipiente, está asociada con al contenido de la argumentación, si vale la pena o no, sí llena o no llena; por último, entendida como  viaje es asociada con un acontecimiento temporal y espacial, tiene un trayecto, un destino, un descubrimiento.
  Por último, cabe decir que los psicólogos han observado que lo que vuelve a una situación de habla cotidiana en una discusión argumentativa, es la reconfiguración o la re conceptualización de los roles de los hablantes y del proceso comunicativo en el que están. Los hablantes conciben al proceso como argumentación en una situación polémica, lo cual le da su carácter bélico. Cuando surge un problema de poder, de quién deber de tener la razón por encima del otro, la intervención  de los hablantes deja de ser participación para volverse una confrontación; el interlocutor se vuelve un adversario. Entonces, surge una conducta comunicativa destructiva,  enfocada a la eliminación de las inconsistencias contextuales y las contradicciones entre el conocimiento del hablante y  el atribuido por éste a su contrario o a su auditorio.[15]

Bibliografía

Chaïm Perelman y  Lucie Olbrechts-Tyteca, Tratado de la argumentación. La nueva retórica, edit. Gredos, España, 2006.
Christian Plantin, La argumentación, edit. Ariel, Barcelona, 2011.
Eduardo de Bustos Guadaño, Metáfora y Argumentación: teoría y práctica, edit., Cátedra,  Madrid, 2014.
Mónica Rangel Hinojosa. El debate y la argumentación, edit. Trillas, México, 2007.




[1] Mónica Rangel Hinojosa. El debate y la argumentación, edit. Trillas, México, 2007, p. 51.
[2] Christian Plantin, La argumentación, edit. Ariel, Barcelona, 2011, p. 30.
[3] Mónica Rangel Hinojosa, Óp. Cit., p. 28.
[4] Christian Plantin, Óp. Cit., p. 35.
[5] Ibíd., p. 39.
[6] Ibídem.
[7] Chaïm Perelman y  Lucie Olbrechts-Tyteca, Tratado de la argumentación. La nueva retórica, edit. Gredos, España, 2006, p. 55.
[8] Ibíd., p. 65-67.
[9] Ibíd., p. 72,
[10] Ibíd., p.100-101.
[11] Ibíd., p.  105  y ss.
[12]  Eduardo de Bustos Guadaño, Metáfora y Argumentación: teoría y práctica, edit., Cátedra,  Madrid, 2014, p-13.
[13] Ibíd., p. 37.
[14] Ibíd., p. 17.
[15] Ibíd., p. 27.

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