El Papucho






Era como un enorme oso: altísimo,  ancho, poderoso, con una profusa barba que diario rasuraba, manteniéndola al ras de sus redondos cachetes. Su voz no era particularmente grave, pero era adecuada para sus  considerables dimensiones. En cambio, sus ronquidos, esos sí eran desproporcionados,  eran más potentes que cualquier ruido cotidiano. Se podían escuchar en todos los rincones, en todos los pisos de una casa. Una licuadora encendida podía ser menos escandalosa.

El Papucho era psiquiatra. Fumaba su pipa, como Freud. Despilfarraba el olor a tabaco por doquier. A veces  consumía uno con esencia de vainilla. Me encantaba ese aroma. Hasta que un día simplemente lo dejó.  No por enfermedad, sino por prevención. No recuerdo si fue a partir de la vez que le dio un infarto a mi abuela en el avión.

Yo quería ser médico, como él y curar a las personas.  Él gustaba de ayudarlas. A la gente pobre casi no le cobraba por sus servicios.  Seguramente a algunas  no les recibió ningún pago.  Difícilmente usaba la bata de doctor. Tal vez en el Hospital, pero en el consultorio de su casa, jamás.  Ah, recuerdo esa oficina tan ordenada, llena de libros especializados, de esculturas, retratos y elegancia.  Aunque también había algo del espíritu de un niño con la pequeña televisión portátil que yacía sobre su escritorio o las gomitas de sabores que escondía en su cajón. El Papucho era una especie de oso jovial.  Solía bromear con nosotros (mis primas y yo), le encantaba llevarnos al Carl’s Junior.  A veces también íbamos al Mc Donalds.  Recuerdo que en una ocasión yo insistí mucho que fuéramos a este último, quería una cajita feliz.  Veníamos de regreso de los Ángeles y  muy cerca de la garita, en San Ysidro había uno. El Papucho casi accedió, pero dijo que no. Sugirió que mejor en otra ocasión porque venía cansado, no tenía ganas.  Fue algo raro. Casi nunca se negaba a una petición.

Llegando a Tijuana, al prender la televisión, salió en las noticias que un loco estaba rafagueando  a la gente con armas automáticas. El SWAT tuvo que intervenir. Lo mató un francotirador de la policía.  Además de él, hubo 21 muertos y  19 heridos.  Pudimos estar entre ellos.  El asesino resultó ser James Oliver Huberty. Se especulaba que era ex veterano de guerra. Al parecer era simplemente un hombre muy trastornado.  El Papucho nos había salvado. ¿Acaso tenía un sexto sentido? Nunca olvidé eso. Un “sí” hubiera cambiado nuestro destino seguramente.  El Papucho era un dios. Lo constataba a cada instante. Parecía  no  equivocarse, como si tuviera la facultad de la premonición reforzada por  un aura protectora.

Mis primas adoraban a su papá. Yo también. Era lo más cercano a un progenitor, por eso lo apodaba el Papucho. A mi padre no lo conocí. Pero no importaba, porque ese gran oso estaba en su lugar. Incluso fue mi padrino de bautizo y de primera comunión. ¿Quién mejor que él? Mi mamá le llamaba: doble compadre. Dos veces recorrió 2300  kilómetros para participar en esas ceremonias.

Cada verano yo viajaba a Tijuana, para estar con él, con mis primas, con la tía, para disfrutar del calor,  la playa, del rancho, los animales, de los pasteles de lodo en el jardín, de los juegos de mesa, de lanzarse del cerro en avalancha,  de las travesuras, de cruzar al otro lado de la frontera y comprar muñecos de Star Wars.

 Me gustaba imitar algunas de sus manías. Usaba  camisetas como él, tenía mi propio maletín. Me encantaba saber sobre los casos que atendía. Solía platicar de un enfermo en el Hospital Fray Bernardino de la Ciudad de México que logró salirse de su cuarto, pararse en una ventana del enorme edificio, gritar que estaba harto y luego aventarse con los brazos extendidos. Algunos de los residentes –médicos- dijeron que se lanzó de avioncito, pero que el problema no fue ese, sinno que se le acabó la turbosina…  También comentaba de un paciente que era sociópata y ladrón,  que no confiaba en nadie, excepto mi tío.  Era muy violento, pero con él se apaciguaba. El honorable y agradecido Robin Hood, por propia iniciativa, le prometió al Papucho que cuando saliera del Psiquiátrico robaría un banco, regalándole el botín como agradecimiento. Al parecer  rompió con su promesa después de ser dado de alta. Pero el Papucho no necesitaba fortunas, trabajaba bastante en el hospital, en la escuela de educación especial, con su consulta particular y con peritajes que de cuando en cuando realizaba.  Le construyó una caserón a su esposa,  la hermana de mi madre. No teníamos la misma sangre.  A él no le importaba.

Cuando veíamos una película en inglés, la traducía para mi tía. De paso yo me beneficiaba. El Papucho era gringo.  Hablaba muy bien el idioma. Si la película tenía una trama psicológica siempre descifraba qué pensaban los héroes y los villanos.  Adivinaba quién era el asesino.  Su personaje favorito era Batman. Parecía disfrutar sus películas, sus caricaturas, todo lo relacionado con él.  La dualidad de Bruce Wayne y el hombre-murciélago le fascinaba. 

El Papucho mismo era para mí su personificación: Tijuana una Ciudad Gótica; su casa una baticueva; su largo y vetusto Dodge Dart café 1976, un batimóvil;  mi tía, su fiel compañera,  una mezcla entre Alfred y Robin, pero en versión regañona.

Llegó a realizar acciones memorables. Alguna vez cuando se quemaban los pastizales secos del rancho, con una pala y la árida tierra evitó que el fuego se propagara, reparaba las cosas sin necesidad de un cinturón especial, hacía maravillas con la carpintería, enfrentaba enormes tarántulas y viudas negras, o a la señora mórbidamente obesa que en alguna ocasión me confrontó por gritarle “¡Mucho!” en un parque. En mi colonia solía sufrir el acoso de mis vecinos, en la primaria había un par de individuos deleznables, pero en Tijuana, estaba bajo su protección. Nadie me atacaba. Su mayor proeza  fue salvarme la vida una segunda vez. Cuando me tragué un hielo en la cocina. No podía respirar, me estaba asfixiando. No podía hablar. Mis primas, creyendo que estaba jugando soltaron la carcajada. No pasaba ni un miligramo de aire a mis pulmones. Pero el Papucho se percató de mi desesperación, de que estaba enrojeciendo, me volteó de cabeza con decisión, facilidad, rapidez y precisión, el hielo dejó de obstruir mi garganta. Cayó en su mano. Podía respirar de nuevo. ¿Lo ven? El  Papucho era un dios. Gracias a él puedo escribir estas líneas. 

Lamentablemente, las divinidades también tienen su crepúsculo. Tres décadas después me tocó estar ahí tardíamente, sosteniéndolo, cargando con terribles esfuerzos su pesado féretro, sin la  sencillez con la que él me levantó. Sin atreverme siquiera a ver su rostro por última vez,  incrédulo todavía de que se hubiera marchado tan raudamente, sin asimilar que esa gigante y todopoderosa criatura pudiera yacer inerte. Qué ironía, aquel que había estudiado el cerebro  por años,  cuidando de las neuronas de tantos cráneos, había fenecido por un accidente vascular.  Impotente, sin poder devolverle el favor, sólo me quedaba estar como un espectador, a sabiendas de que estaba recostado el gran héroe, el del cuerpo de oso sin emitir sus sonoros ronquidos, sin siquiera soltar el inaudible susurro de un soplo microscópico de oxígeno del no padre más padre: el Papucho… Sí, no he de mentir: a ratos lo extraño mucho.  
 
 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Proposiciones atómicas y proposiciones moleculares

¿Qué son las artes menores?

¿Qué es un instagrammer?