La Batalla
Todavía lo recuerdo con perfección. Sabíamos que era una guerra difícil
de ganar. No teníamos casi posibilidades. Enfrentábamos a los más grandes gladiadores. Aún así, como buenos soldados, acudimos al
llamado, dispuestos a darlo todo, con
tal cumplir con el irrenunciable deber
que nos había conferido el ancestral Grupo 35. Cada ocho días, después de las
actividades relativas al escultismo, nos preparábamos para nuestra misión, y uno a uno repasábamos
nuestro rol alrededor de una hora y media, jugando el deporte de los nuevos
titanes de la humanidad, de la lucha por el sentido de la vida a través de los
pies, dos porterías y un balón.
Todo guerrero se prepara para la batalla. Entrena, repasa, practica las
bélicas estrategias con disciplina y un donaire de misticismo y virilidad. Los
guerreros mexicanos no somos la excepción a esta sencilla regla. Finalmente nos
debemos a los Caballeros Águila y al bravío Juego de Pelota en el que se
luchaba ni más ni menos que por la mismísima supervivencia.
Nuestra propia mexicanidad ha hecho que nuestras piernas y todos nuestros
genes clamen por acariciar con el empeine la curva superficie de aquel preciado
tesoro de culto y disputa cósmica: el insigne balón. Hasta el más antifutbolista
de los mexicanos, tiene un Cuauhtémoc… (Blanco) en su interior; es inevitable,
nuestros corazones exigen el elixir
reservado a los ganadores, a aquellos que alimentan al Sol con la sangre
de los derrotados para que siga renaciendo y muriendo día a día el soberano
Huitzilopochtli.
Estábamos listos. Pero, cuando llegó
el momento de las guerras floridas, la
situación cambió. Los planes, elaborados en nuestro Calmecac, fueron anulados.
Improvisamos…, todavía no sé por qué. Siempre he querido preguntárselo a
nuestro tlatoani. Y es que de último momento
incorporamos al Muégano a nuestro ejército, un cachirul que había dejado
de pertenecer a nuestra manada, pero quien era un gran goleador que podía jugar
en casi cualquier posición. Su cambio en la zona no había sido todavía
reportado, y era prácticamente seguro que no se observara ninguna objeción del
Comité Seccional. En fin, ese movimiento
modificó los roles de varios de nosotros. A mí me gustaba jugar de portero o
defensa. Eso de la puntería y la burla no era lo mío, pero sí me gustaba tratar
de quitar balones y detenerlos. No era el más alto, ni el más hábil,
simplemente me gustaba jugar así y así
había entrenado, como portero y defensa, en nuestra aficionada, pero muy
marcial y apasionada preparación. El fervor futbolístico inundaba nuestras
venas, expiraba por nuestros poros, clamaba por la sangre de la derrota y el
elixir suculento de la Victoria, o en su defecto, de la Negra Modelo.
Pues
bien, en el día D nos informaron que el Muégano efectivamente había sido aceptado en el torneo
e iba a jugar en el centro; que La Mangosta iba a ser el portero, ya que era un
tipo bastante alto y que solía desempeñar esa función; Omar, quien a mérito de
sus puños se había ganado el derecho a no tener apdodo, era el ave de las
tempestades, guerrero entre los guerreros, e iba a estar en la defensa; y a mí,
el pollo y tierno retoño de las canchas, ni más ni menos que este servidor,
cuyo sobrenombre me resevaré, acababa de ser movido a la posición de ¡delantero
cazagoles! La decisión del director
técnico Balú me pareció catastrófica. ¡No se debe poner en esa posición a
alguien que jamás ha metido un gol en su vida! A alguien que tiene dos pies
izquierdos a la hora de enfrentar una portería; que juega como el Guille Franco
en sus mejor estado. Sentí la
responsabilidad y el riesgo de quien puede sacrificar con un error, a su
pelotón entero. Pero la disciplina me obligó a obedecer sin protestar. Un scout
cifra su honor en ser digno de confianza.
Por
ser un torneo relámpago y bastante amateur, el cual, era organizado por la Zona
23 de la Asociación, se habían anulado
los fueras de lugar y los tiempos de juego se habían reducido a partidos de
media hora. Las sacrosantas 17 reglas del balompié habían sido alteradas.
Cualquier federación nos hubiera dado una reprimenda por desvirtuar la esencia
de un artístico, sacrosanto deporte que por derecho propio es intocable. Aún
así, nos considerábamos un serio grupo
de “futbolistas jugando al futbol”. Mejor
todavía: éramos los protagonistas de un rito iniciático en esta tribu
futbolística que anunciaba nuestra incorporación a la vida adulta, volviéndonos los nuevos
cazadores de balompié…
I
Arrancó el torneo. Enfrentamos al
primer equipo. Éramos pichones frente a nuestros rivales. Pero, a veces los
pichones llegan a cazar gavilanes. El depredador sucumbió ante la mortífera
metralla de pases que el Múegano y Edgar –uno de los más habilidosos de
nuestros luchadores- les propiciaron a unos confiados veteranos. Mis pies,
aunque estuvieron rondando al área, no fueron requeridos para un remate y el
único contacto que tuve con el balón fue para enviarlo fuera de la cancha, en
contra de los deseos de mi mente que añoraba dar un pase al Muégano. Las
piernas, pueden ser un tanto desobedientes.
Eso sí, siempre tuve una marca personal. Hubo defensa que nunca me
abandono, que estuvo pegado peor que una
teibolera a un cliente adinerado y borracho. De hecho, estoy seguro, que si el
encuentro hubiera durado unos minutos más, hubiera surgido alguna especie de simbiosis entre sus gérmenes
y los míos... Afortunadamente el partido acabó y la primera misión fue un
éxito. Era ganar o ser eliminados.
No sólo nos sentimos satisfechos, sino eufóricos. Sin nos poníamos en la
sintonía del realismo, sabíamos que nuestras aspiraciones se reducían a ganar
el primer partido, a pesar del hambre de victoria que todo luchador posee al
competir. Así que habíamos al menos alcanzado la decorosa meta de la realidad. Lo
habíamos logrado por la mínima diferencia, pero con una posesión del balón que
duró prácticamente todo el tiempo. Éramos la reencarnación del juego bonito de
Brasil. Y así como las ancestrales pinturas rupestres del sitio arqueológico
del Vallecito (en Baja California) robaban a su presa la fuerza y la
transmitían a su victimario, la esencia de los brasileños nos había sido
infundida por la esotérica vibra de un
vídeo de Pelé que Juanito, uno de los defensas -cuyo padre por cierto vendía
piratería en Tepito-, nos había quemado y regalado a todos los miembros del
clan.
Descansamos unos veinte minutos.
II
Vino el segundo combate. En
ese, las jugadas fueron más intensas, el
ritmo más rápido, los rivales eran más hábiles y fuertes. El Muégano tuvo que
recurrir a algunas mañas: pequeñas faltas a espaldas de árbitro,
jaloncillos, comentarios provocadores,
cualquier cosa para hacer desesperar al enemigo; desconcentrarlo era el
objetivo. Eso no impidió que el árbitro amonestara la irreverente estrella de
nuestro equipo y a su émulo el Víctor,
por injuriar a uno de sus rivales.
Aún así la potencia de ataque del contrincante era mucho mayor. Tuve que
bajar a la defensa. Recuerdo, que el técnico nos daba órdenes con gran energía
y desesperación: “despejen”, “por los
lados”, “rápido”, “concéntrense”,
“triangulen”, “a profundidad”. Otra más de ellas fue: “por adentro”.
Dicha instrucción era para mí… El único
problema de entrenar regularmente sin
entrenador, es que las órdenes no siempre son claras. Un jugador estaba
rebasando y burlando a todos y yo estaba haciendo la labor hermenéutica de
entender el sentido del comando al
preguntarme: “¿qué querrá decir por adentro?”. ¿Quería decir que tenía que
correr hacia adentro de la cancha? Pero
sí el contrincante viene por un costado, sería dejarlo sin marca… ¿Querrá decir
que me debo pegar a él y abordarlo de frente, como si fuera hacia dentro de él?
Quizá. No obstante mi disquisición, el jugador ya me había burlado y el técnico
a todo pulmón vociferaba “te dije que por adentro”… Comprendí que no había
comprendido la instrucción. Ahora no me quedaba más que intentar cumplir con mi
deber. El Múegano trataba en un splint de alcanzarnos, yo era el último
hombre. Unos dos o tres pasos delante de
mí venía el sagaz delantero, apuntando su mira como un bombardero hacia a su
blanco. Sin embargo, no me quedó otra opción que convertirme también en un
avión, pero en uno kamikaze que se estrelló contra su objetivo abrupta, temeraria, violentamente a través de
una barrida que no tocó balón, pero sí una sensible espinilla que cayó rodando
por el campo. Yo, yacía en el piso. El árbitro y medio equipo rival con hambre de linchamiento,
me rodeaban. Sin embargo, un caballero sabe admitir sus errores y me levanté
dócilmente para recibir la sanción bastante suave, para lo que ameritaba. Una
tarjeta amarilla sonrío frente a mis
ojos. De cualquier forma, había evitado el gol y no fue en balde; minutos más
tarde, una genialidad entre Edgar y el Muégano hizo que anotáramos el gol del
triunfo, aquel que no tuvo contestación a pesar de las constantes y creativas
incursiones de los atacantes y volantes del equipo oponente.
Habíamos ganado el segundo
partido. Nuestras expectativas se habían rebasado por mucho. La emoción del
pitazo final fue tan magna como el abrazo de Acatémpan entre Iturbide y
Guerrero. Entre palmadas, felicitaciones, como los Insurgentes y Realistas
gozábamos de nuestra victoria tan contundente.
III
El tercer partido llegó. El torneo
había progresado mucho para nosotros. Había que enfrentar a un enemigo
seguramente más poderoso. Durante el descanso, nos enteramos que el enemigo era
ni más ni menos que el subcampeón del año pasado. Nosotros éramos nuevos en
tales eventos. Presentíamos un catastrófico resultado.
Nuevamente éramos pichones, y si creíamos que el equipo anterior estaba
lleno de grandulones, resulta que siempre hay otros titanes más altos. Esos no
eran púberes; eran experimentos genéticos del doctor Menguele que había
derivado en mutantes. Sin embargo, había que enfrentarlos. El técnico volvió a
acomodar sus piezas, no repitió la misma estrategia. Nuevamente me constituí en
un cazagoles y el Múegano en el gran delantero. Yo estaba ahí para buscar
remates, los cuales recibí otros dos pases, uno me fue quitado por un defensa
inmediatamente, el otro lo envié con un trayecto erróneo que llegó a los pies
de un contrincante. Que pesada era la losa de un record de cero goles. Nunca de
los nuncas. Auch. Sin embargo, ganamos. El exceso de confianza del rival era
nuestra nuestro aliado; el temor a ser arrollados, era nuestra fuerza. Así
pues, increíblemente ganamos un tercer partido con un gol del Muégano y otro de
Edgar. Éramos la revelación del torneo, como si se tratáse del Chicharito
debutando el Manchester y siendo felicitado por Rooney y dirigido el Ferguson
latinoamericano. Ganar ese partido, sorprendentemente nos mandaba a la final...
¿Cuándo habían sido las
semifinales que ni nos dábamos cuenta? ¿Era alguna especie de engaño de los
jueces? ¿Perdió alguien por default? ¿Tendría fiebre y esto era una
alucinación? ¿Tan poco equipos se habían inscrito en el torneo scout de futbol?
Tal vez no éramos tan malos y simplemente no lo sabíamos. En fin. Felices,
eufóricos, maniáticos y descontrolados, decidimos encarar a nuestro último y
más portentoso oponente. Ellos eran los Favoritos del torneo. Sus caras poco
amables, sus ya también enormes cuerpos de jugador de la NFL y sus resoplidos
desbordantes de testosterona, anunciaban un terrible choque, cuya celeridad iba
a aumentarse con la decisión de los organizadores de anular los fueras de
lugar.
IV
Chocamos. El
combate se volvió muy físico. Decidimos esta vez dar el trescientos por ciento.
Sí: trescientos. Éramos los espartanos confrontando al Imperio Persa en las
Termópilas para defender a la Magna
Colonia Clavería. Nuestros defensas eran más eficientes que la Muralla
China o una novia celosa. Así es. No dejaban pasar nada. Tristemente, un
movimiento muy hábil de un delantero rival, metió gol en el primer tiempo. No
lo podíamos creer, ni Felipillo o el Aguilucho pudieron robarle el balón.
Tampoco la mangosta pudo. Uno a cero. Íbamos perdiendo. Y yo en ese partido, no
había recibido un pase. El Muégano no quería errores y gritaba que a mí no me
enviaran nada. En el medio tiempo, la instrucción de Balú fue que me pusiera
como último hombre, frente al portero casi. El que no hubiera fuera de lugar, era ciertamente una
gran ayuda. Podría con mi presencia, obstaculizar, confundir al portero. Cuando reinició la lucha. El partido
continuó. Los directivos del otro equipo indicaron que me dejaran sólo, sin
marca. La cruenta lucha en el centro y
en nuestro lado de la cancha, fue mortal. Era una carnicería peor que la de
Vietnam. Algunas veces lograban salir avante con el balón Édgar, Omartzuco y el
Muégano. Pero las defensas rápidamente los nulificaban. El tiempo se agotaba.
Casi acababa. El enemigo saboreaba nuestra derrota. Faltando unos dos minutos,
Omartuzco salió burlando por el centro a dos defensas a toda velocidad, el
Múegano se desmarcó a la derecha, pero el Águlia de las Tempestades, decidió no
darle el pase a mí, sino hacer lo poco probable un pase a profundidad, a dónde
sólo estábamos el portero y yo. Claramente oí un grito desgarrador del
Muégano que decía “¡nooooooooooooo!”, pero
era demasiado tarde. El balón bombeado y rápido venía hacia mí. Decidí
acomodarme para el remate al filo del área chica. El portero decidió esperar.
Era un encuentro personal entre su sagacidad felina y mi torpeza
testudínida. Aunque la pelota venía como
un proyectil, para mí venía en cámara lenta.
Al parecer el tiro era más hacia gol, que un pase hacia mí. Quebré la
cintura. Decidí pegarle con el empeine derecho
proyectando un tiro que desviara el balón al ángulo inferior izquierdo,
donde los topos cavan sus madrigueras.
No obstante, apenas tenía el
balón cerca de mi cuerpo, mi empeine distaba un poco de él, era mi
espinilla la que podía impulsar ese moribundo trayecto. Así que decidí
meterle toda mi fuerza, tratando de hacer lo mismo que quería hacer con el
empeine. Recuerdo que el dolor que sentí, pues no estaba usando espinilleras,
pero había pateado de manera heterogénea, poco ortodoxa, pero con toda mi
energía a ese balón. Mientras caía de manera muy atropellada, vi al portero
volar, y al balón desviarse de la ruta
planeada, hacia la derecha, rumbo al
palo contrario amenazado con salir fuera del poste derecho. Rodé y después vi
pasto, sólo pasto, y mi boca probó su herbáceo sazón. DE repente un esteróreo
rugido de irreconocibles sonidos me
alertó. Levanté el rostro y ante mí venían mis compañeros de equipo, venían corriendo hacia mí como una leona
herida con los ojos desorbitados y el rostro desencajado. “A los once años voy
terminar en terapia intensiva –pensé- gracias a una turba de linchadores a los que
ocasioné su derrota”. “¿Me irán a patear
en el piso o me levantarán para golpearme a gusto?” alcancé a especular. La respuesta fue rápida, ya que el Muégano, quien fue el primero en llegar, me levantó
violentamente de las solapas de la camisa. Cerré los ojos. Sentí el abrupto
contacto del piso con mi espalda. Estaba boca arriba y encima uno a uno de mis
compañeros cayeron sobre de mí. Apenas podía respirar. “¡Goooooool”, gritaban.
Mi angustia y mi rápida confesión de mis pecados a Dios, se convirtió
instantanéamente en indescriptible alegría, como si me hubiera encontrado a
Megan Fox en Zipolite. Me sentí como un Hugo Sánchez cualquiera, como el hombre
más valioso del Universo.
El árbitro nos
paró. Unos segundos después, terminó el partido. Vino el tiempo extra, nadie
anotó. Yo me sentía orbitando. Luego, sucedió la tanda de penales. Ellos
metieron tres, nosotros ninguno. No participé, no me importó, y me sentía
feliz. Hay derrotas con sabor a victoria y momentos que jamás se van a olvidar.
¡Había metido un gol!
No volví a meter
otro. Ahora, que soy viejo, estoy
orgulloso de tamaña proeza. Puedo decir
que vi grandes cosas acaecer: sobreviví
a un terremoto, disfruté viendo a México ganar dos veces el concurso de Miss Universo y dos
premios Nobel, uno de literatura y otro de química; viví la caída de los setenta años del priísmo,
el levantamiento zapatista y la lucha calderonista contra el narcotráfico, supe del desmembramiento de la Unión Soviética
y del bloque socialista; seguí con atención la agonía de Juan Pablo II, vi en transmisión directa el
atentado de las Torres Gemelas; años después estuve en el Empire State y gocé
de Manhattan, regresé en varias ocasiones; …pensando en neoyorkinas, estuve a
cuatro metros de Lady Gaga en el foro Sol;
hice un doctorado, dialogué con los Sofistas, Platón, Aristóteles,
Gadamer, Wittgenstein; enfrenté, luché
contra muchos demonios tanto propios como ajenos en una batalla épica regida
siempre por el afán de amor y justicia. Me equivoqué, también acerté. Ah, y
metí un gol a los once años de edad. Vida nada me debes, vida estamos en paz.
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