El día en que....


Siento mareo y estupor. Dios mío, ¿en dónde estoy? No veo nada, siento frío. Mi espalda, mis brazos, mis piernas, tan gélidos y pesados están que apenas si los percibo. Un hormigueo  recorre mis entrañas. Despierto o, al menos, eso creo que sucede.
¿Qué es eso que oigo? Un rumor se hace rítmica, cíclicamente más cercano y va pareciéndose al zumbido de un ejército de abejas.
Suave y aturdidor mareo déjame pensar, déjame hallar luz en este extravío. ¡Oh mi cabeza! Al menos ella goza de mayor sensibili­dad. Débil estoy para moverme.
Posiblemente, estoy en el hospital, pero no lo sé, está muy obscuro. Siquiera estoy vivo, eso es lo que importa.
¿Por qué  estoy aquí? ¿Estaré donde creo que estoy? Tampoco lo sé. No recuerdo nada, la memoria la tengo más entumecida que mis miembros. ¿Dónde estuve antes de llegar a aquí?
No puedo recuperar ni mis pensamientos. Oigo el rumor y una cosa así, como gemidos. Seguramente es un hospital, algo me paso. Intento hablar, gritar, tengo la boca seca, me falta el aire, se me va la voz, que angustia. Nadie me escucha. Respóndame alguien, por favor.
¿Angustia? Ese es el sentimiento de la vida, ¡qué felicidad! Estoy bien. El aire está enrarecido, es sofocante y su calor  va animando a mi cuerpo. El hormigueo es incesante, me recorre de pies a cabeza, el rumor, los gemidos son más nítidos. ¿Habrá alguien atendiéndome?
 De pronto, en este clima desértico acompañado de un concierto de sonidos vagos, escucho una nota familiar y siento una sensación de frescura en la mano. Es una gota de agua. ¿Será el suero que se está regando? Ha de haber una enfermera cuidándome, ella lo solucionará. Y yo que no veo nada, apenas si oigo, con trabajos pienso y este maldito hormigueo.
¿Acaso agonizo? ¿Estará aquí mi familia? Espero que si, espero que no. Mis padres, mis hermanos, ojalá no estén tan preocupados. Miren que este sufrimiento es soportable al lado del que ustedes cargan sobre sí. Ustedes están vivos y yo, perezco. Tal vez es más dulce el veneno que acaba definitivamente con el dolor, que la medicina que devuelve a éste. Eso es, he de estar sedado.
"Pock". De nuevo, el hueco sonido de la intrusa amiga y su cari­cia. ¡Arréglenme ese suero, de una vez por todas! Los aullidos ¿serán de otros enfermos? El rumor, ¿será de un llanto? Pero, ¿por qué llorar? El muerto, una vez muerto, no se sabe tal. Sólo el vivo  sabe que muere lentamente y ese es su pesar, no sabe qué es la muerte y vive queriéndole arrancar el  secreto de la vida y ya tarde se da cuenta que se escapan ambas. El muerto no puede  pensar la muerte. El Mictlán es de los vivos, no de los que repo­san en el fúnebre lecho. Mientras tanto, irónicamente, no puedo dejar de pensar que fallezco.
No siento los labios y a decir verdad, eso me aterra. El hombre es palabra y yo estoy en silencio. Tal vez en eso consista la diferencia entre lo blanco y... lo negro. Quisiera sentir, aunque sea, otro aliento.
¿Dónde estará? Ahora que siento la fuerza suficiente para arran­carle un suspiro, no se si está aquí, ni si podría escucharme a pesar de que grita mi, todavía, palpitante corazón. ¿Dónde estará ella? Si tan sólo pudiera escuchar su voz...
"Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora nuestra muerte. Amén". Por fin es clara la lapidaria sentencia de aquel rumor, finalmente identifico los timbres de esos amorfos espasmos de dolor. Oh Dios, estoy en un féretro, quien sabe desde cuando. ¿Así es la muerte?
El aire escasea más, me siento adormilado. Quiero que sepan que estoy aún vivo. Aprieto mi mano. Siento que de ella algo huye, deslizando rápidamente su textura alargada, tersa y tubiforme por mi piel. No tiene caso alarmarse, es, es la vida dándome fin, alimentándose de mí para conservarse. Sin embargo, no puedo dejar de asustarme, estoy consciente y me devora. El mareo vuélvese brusco y...

Me siento atónito, embotado, apenas si siento lo que hay a mi alrededor y escucho un rumor lejano, como el de cientos de avis­pas. Dios mío, no recuerdo nada, ¿dónde estoy?

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