El Pecado de Gula
Dulce sabor tiene esta soledad al irrumpir tu aura en la órbita de mi existencia. Aunque está prohibido para mí el degustarte, amo a cada instante ese impío, cíclico y fugaz festín de suculencias. Es verdad: tú no lo sabes, pero sabes a vainilla cuando apareces bajo el marco de la puerta. Luego, paladeo tus pupilas en el trayecto donde ellas cruzan con las mías, mientras tu efigie, lenta, taciturna se aproxima y avecina a mi cuerpo. Ahí, atrincheradas en esa silla, tus suaves miradas de café me alimentan y enloquecen al mismo tiempo que bebo de tus ojos la esperanza de suscitar en su faz algún destello, uno solo, como aquellos que detonas en mi alma cuando te contemplo.
El hambre se incrementa. Devoro tus
pestañas, nariz y boca.
Con agolpadas mordidas engullo tu talante esplendoroso y ¡siento
que muero! Pero, en la agonía, sigo y
sigo devorando consumido por el deseo de
alcanzar contigo el Cielo bajo la
sombra de esta gula pecaminosa, afanosa e interminable....
Así, a la distancia, como de tu piel de trigo. Centímetro a
centímetro tu sal me satisface. Recorro todos sus senderos, planicies y
recovecos, catando con el órgano del gusto cada uno de los matices culinarios
de Eros. Tienes el sazón impúdico de la
sensual inocencia; tienes el sabor de Dios. Y adiós no quiero decirte, a pesar de que ni
siquiera puedo susurrarte un “hola” en los momentos en que las melódicas olas
de tus palabras se estampan en mis tímpanos, comentando cualquier
nimiedad. Sin embargo, almuerzo uno a uno los fonemas emitidos por
tus labios hasta que en el éxtasis me hacen explotar.
Mas el hambre no está saciada, ¡nunca lo está!; pues
acabada la jornada, la nostalgia de
los regostos que provocas, despierta en mí las ganas de volverte a
devorar en un ritual silencioso y prohibido que hace un poco dulce esta soledad.
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