Judith
Siempre creí que matar sería algo difícil, que la culpa me carcomería. Qué
equivocado estaba. Para hacerlo, si no eres un psicópata, sólo se requiere
odiar mucho a alguien o algo. Ella, por supuesto, logró ganarse todo mi odio.
No es lo que ustedes piensan: un
frustrado amor, del cual estoy despechado. No. Tampoco
es, si así lo sospechan, mi madre,
de quien tendría muchas razones también para aniquilarla. Ni se
trata de mi pérfida e hipócrita
hermana, quien hace mucho vive en Europa
y hace bien en estar allá. Ojalá pudiera estar más lejos aún, en un sitio inhóspito, sin comunicación, como el planeta Venus, por
ejemplo. Sin embargo, la crema y nata de mi rencor no está destinada a una persona con la que tenga un lazo filial
o amoroso. Mis más obscuros y abominables sentimientos tienen un carácter
estrictamente intelectual, de corte profesional. He de confesar que la maté por
imbécil.
Es verdad que
suena radical. Pero hay imbéciles inofensivos y otros peligrosos. Los segundos
son aquellos que te hacen creer que eres un de ellos. Hasta que abres los ojos. Le hice un servicio
mayúsculo a la sociedad. Acabé con un peligro tan nefasto, que hubiera llevado
al pánico a los detractores de López Obrador. Pero tampoco es que haya matado a
una funcionaria pública. Esta criatura, era mucho peor y más parecida todavía a
una sanguijuela que te roba la fuerza
paulatinamente. Hay gurús que ofrecen insospechados tesoros ontológicos, cuando
en realidad, desvanecen lentamente la esencia
de uno hasta llevarle al borde de la abulia de un zombie... Esos
imbéciles son peligrosos. Merecen no existir. Darwin hubiera estado de acuerdo
conmigo. Era un tipo mucho más sensato que ese estúpido enfermo de sexo,
llamado Freud.
En un
principio, iba a contratar a un sicario. Sin embargo, no podría tener la
certeza de su cometido. Podría tal vez ella sobornarlo, escaparse, o lo peor,
persuadirlo. Era muy astuta. Así que
decidí hacerlo yo.
No saben cómo
lo gocé. Me excité. Lo podría hacer eternamente, como Sísifo, con la salvedad de que para mí
no sería una pena. Dicen que en
ocasiones los asesinos les sacan los
ojos a sus víctimas para no verlas cómo humanas. No hay nada más aguafiestas. El placer de ver sus ojos suplicando,
aterrorizados y sorprendidos no tuvo precio. Para todo lo demás, Master
Card.
Sí, la maté
con saña y premeditación. Lo planee por varios meses, obsesivamente, hora tras
hora, detalle tras detalle. Nunca sabrán qué fue de ella. Porque no hay nada
ya, ni hueso, ni un diente, ni un cabello, ni rastros de su ridícula nariz
operada que me recordaba, siempre que la veía, a un cerdo queriendo ser
respingado. El pozolero se hubiera
sentido orgulloso de mí. Valió la pena ese churrigueresco coctel de ácidos en el que pacientemente la disolví mientras veía una y otra vez Bambi en la sala. Lo sé, soy cursi e
infantil. Lloro con esa película… Ah, lo
hice mejor que mi ingenuo vecino, ese que quiso dejar trocitos en la calle en
los jardines de la unidad habitacional.
Lo cacharon. El secreto está en mantener el cuerpo en tu departamento
sin que nadie se entere. Primero, la destazas, cortas la carne del hueso. Ya separada,
la metes en una trituradora de
carne. Haces discos de hamburguesas y los metes en una bolsa.
Ella estaba un poco
gorda. Así que salieron 10 paquetes. Unos
los metí al congelador, otros los guisé y, compré 15 mactríos, suplanté
su carne por la de ella, y le dí un
festín a unos niños de la calle, cerca de Tepito, que los sobrevivientes del
accidente aéreo de los andes hubieran envidiado. Les encantó. Curiosamente, había un altar a la Santa
Muerte a unos metros. Creo que voy a tener una buena sombra en el infierno.
Finalmente los paquetes restantes los fui repartiendo entre los múltiples
perros y gatos callejeros que circulan en los andenes solitarios del
vecindario. Yo no consumí nada. El sólo
pensar que una parte suya se hubiera asimilado en mí, me resultó tan repugnante como el Pacto por México o la
Reforma de PEMEX. Las pocas vísceras que
quedaron, los huesos, uñas, cabellos,
dientes y ropa, estuvieron deshaciéndose
en ácido en un tambo que conseguí en Home Depot. Me costó barato y lo
saqué a 12 meses sin intereses. He de
decir que sí son recomendables esas promociones departamentales.
¿Fotografías?
Tampoco le tomé, nada tan vívido como recordar con la mente su sufrimiento agónico y su posterior
destrucción. Recuerdo. Para que no
hiciera ruido, la amarré y amordacé. Rompí sus pies, sus manos con un martillo
para que no intentara liberarse. Tales crujidos fueron una sinfonía muda que
ahogaba su dolor, con un calcetín sucio que metí en su paladar. Lo aferré a su
quijada y el resto del cráneo con una cinta de aislar. Me divertí un rato con
sus piernas y brazos, haciendo uso de mis puntos de Steren. Compré una
engrapadora para cables coaxailes. Y jugamos a que ella era un cable coaxial,
yo el técnico de Cablevisión. Fue muy divertido. No obstante, creo
que me entusiasmé más cuando la rociaba con el gas pimienta. La veía
amoratarse, retorcerse desesperadamente
con sus ya tullidas extremidades. Esa imagen me recordó al experimento que hizo
mi sobrina al echarle sal un día a un caracol. Estos niños tan ocurrentes que
no tienen ya respeto por los animales. Lo bueno es que yo nunca fui así.
En fin, la maté. La asfixié al
más puro estilo de la mataviejitas: con el cable de una plancha. Eyaculé cuando
sentí que fenecía. Eso no me lo esperaba. Fue satisfactorio, mas no lo volvería
hacer. Soy muy conservador. Prefiero mejor experimentar el suave roce de una
vagina en mi miembro, que la rígida tensión en las palmas de mis manos de un
cordón eléctrico. Ella decía que yo era
violento, creo que exageraba, pero bueno, no quise sacarla de su error. Le ayudé a tener razón. Le gustaba siempre
tenerla. Creía conocer el inconsciente de todos. Lo único que lamento es que no la hice
retractarse de sus juicios. Pero no sé, tal vez
logre que la hija se disculpe en el lugar de la madre, a través de una
carta. A ella le dejé una mano funcional. Ahí
la tengo encerrada, amordazada,
amarrada. Antes de asesinarla intentaré que se disculpe. No sé si lo logre. La progenitora era muy
necia. Y como dice el dicho: “de tal palo tal astilla”. La insensibilidad de la gente es algo que me
puede sacar de quicio.
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