Prurito


Comenzó como un prurito, una comezón  débil, intermitente, en momentos hasta suave, como una caricia. Es raro, lo sé, pero así inició. Esa aparición inesperada e irruptiva generó en mí un dulce resquemor. Siempre es grato recuperar las “cosas” importantes de la vida y más  placentero es hallar la raíz del  más temprano sentimiento amoroso del pasado.
Dice Francesco Alberoni que el primer amor cambia conforme se poseen más experiencias y se crece, que uno lo  cincela  y reconfigura. Si es así: tú, desde  hace mucho has sido mi elección maestra;  aunque no estoy seguro de haber escogido del todo. Porque resulta que no se decide en un santiamén sobre esos menesteres. Sólo,  de repente,  el corazón se descubre  en ese lugar, con ese tenor. He ahí la razón de que  algunos digan que dicho amor  es un símbolo, no una realidad; sin embargo, ellos olvidan que Cupido por naturaleza es simbólico. Por cierto, otros dicen que el  amor  primero nunca se olvida. También están equivocados, se puede sepultar en la memoria;  el problema es que también se puede desenterrar.
En fin, recuerdo que el primer escozor inició con esa sorpresiva invitación por Hi5. Hoy, así suceden muchos reencuentros en estos tiempos multimedia.   Me acuerdo  que, por un momento, dudé entre aceptarla o rechazarla. Pero me ganó la picazón de la curiosidad. Pulsé “aceptar”.  De golpe, descubrí que ya no tenías trece, que aquella edad, como a mí, se te había resbalado. Vi tus fotos con tanta gente  desconocida en un relato largo, complejo,  hermoso,  ajeno a mi vida, mostrándote exitosa,  inteligente, viajada, leída, bromista e inquieta. No obstante, siendo distinta, te veías tan semejante a la conocida, a los ojos que miré, a la boca que besé en una tardeada tímida, bajo  la oscuridad que unía  la silueta fusionada de dos cabezas.
 Te escribí un mensaje, lo contestaste, intercambiamos correos, nos dimos de alta en el Mensajero. Fue, entonces,  como tuvimos nuestra primera conversación después de diecisiete años, frente a frente,  a través de dos monitores en una emocionante velada rodeados de transistores, cables,  plástico…  
En ese ambiente virtual, mucho se muestra y ensombrece, muchos gritos enmudecen, los pruritos se sienten, mas el ánimo puede mostrarse inmutable. Tú tenías un  hormigueante exantema. Lo ocultaste. Yo padecía de lo mismo. Lo ignoré. Así, como antaño callamos el temor de un ósculo bajo las sombras de una discoteca,  así ocultamos nuestros estigmas cobijados por el nocturno silencio de la verdad a medias.  Por desgracia,  yo estaba con ella, la chica que me amaba como loca, que dependía  tanto de mi, a pesar de lo difícil, demandante  y áspero de la relación, la cual llevaba sus años.
Sin embargo, los eritemas no perdonan, comenzaron a punzarme milímetro por milímetro, poro por poro,  llegando al climax de la algidez en el momento en  que nuestras charlas cibernéticas fueron redefinidas después  de leer el correo que escribiste  poético, sugestivo, maquillado, cuidadosamente diseñado en cada palabra,  lamentando la tonta ruptura juvenil, disculpándote por nuestros desencuentros… Encuentros y desencuentros, ¡cómo nos han acompañado!
A una edad tan tierna los chismes pueden ser dinamita pura.  En esa ocasión, recibí el cartucho de TNT encendido, le soplé a la mecha, te lo entregué, lo tomaste, ataste a tu cuerpo, como inmolado suicida, te encargaste de precipitarlo a su objetivo  que había sido fincado en el sitio de una magnífica utopía. En  un instante,  tantos meses,  risas, ideas, deseos, tras  un ensordecedor estallido  yacían occisos,  destrozados por un cúmulo de esquirlas de orgullo, cuestionamientos e  inacciones. Luego, a los dos años, me buscaste, volvimos a hablarnos, charlamos varias ocasiones  con la usual empatía previa a nuestro “San Juanico”, incluso percibía tu emoción, tu coquetería, me invitaste a una obra teatro en la que tú habías hecho la escenografía; fui y, al final, ya que no salías de atrás de las bambalinas, me metí debajo de la cortina de aquel auditorio ceceachero. Te vi, besándote con él. Ambos sabíamos qué  sucedía.  De San Juanico, pasamos a Hiroshima.  Hiciste una bomba atómica, yo personalmente la recogí, instalé y detoné.
Encuentros y desencuentros, aclarados con la fuerza de Hotmail y sus pixeles.  Decías lo que hace mucho ansiaba. Sentí cómo antes sentía.  Las conjugaciones en pasado de tu carta, en nuestro trato cambiaron a tiempo presente.  La caja de Pandora se había abierto sangrante,  supurante, carcomida en su epidermis por una roña hambrienta de ti, a pesar de la pólvora y  la energía nuclear.
DE nuevo, la magia volvió, la Utopía parecía haber resucitado susurrándome con alevosía que mi media naranja regresaba para decirme “estoy aquí, sé feliz conmigo” en una rosa, vomitivamente rosa  trama digna de una novela de Nicholas Sparks.
Comenzamos a comunicarnos  diario: mañana, tarde y noche, por internet,  teléfono, no sin olvidar mensajearnos como enajenados por cualquier vías posible: celular, redes sociales, correo electrónico, señales de humo, telepatía...  Finalmente, nos quedamos de ver, habían  pasado tal vez un par de meses. Fuimos al cine. Al verte, casi me desmayo. Por supuesto, fingí la ecuanimidad demandada de los treinta. Sin embargo, experimentaba la comezón, el mariposeo,  el temblor de piernas del cinco por tres que se vuelve quince sin encontrar los otros quince en la chistera. 
Y bajo  esa matemática emocional que impulsaba a mi piel a rozar la tuya, so pretexto de una butaca pequeña, de  una calculada torpeza, la cita terminó en una idílica emoción que paradójicamente llevó a tu desaparición por tres semanas completas.  La comezón nos devoraba,  y arrojamos algunos de nuestros demonios al exterior: tú estabas con él, yo  con ella; confesamos nuestros secretos. Tu distancia quería rescatar un vínculo de casi la mitad de tu vida, de otro noviazgo casi inmediato al nuestro, que no fue sólo adolescente, sino también juvenil, adulto, y que por si fuera poco, implicaba al  mismo  sujeto con el que te vi besándote esa vez en teatro de talantes ceceacheras. Tratamos de mostrar civilidad, madurez, asumimos que no queríamos comportarnos como chiquillos, que podíamos ser amigos admitiendo nuestra atracción e instalándonos en un respetuoso límite. Pero, estamos en una época en la cual no son claras las fronteras, y, digamos que la Globalización nos alcanzó.
Luego, él cortó contigo, te deprimiste. Yo, francamente, me alegré. Después, ella me pidió formalizar. De inmediato, escapé. Te pusiste feliz. La utopía parecía no  tener ya obstáculo alguno. Hacíamos el amor con más desenfreno que Tiger Woods con sus amantes o Michael Douglas en Bajos Instintos,  tratando de recuperar los años perdidos. Íbamos, veníamos por donde nos placiera. Hacíamos todo lo que nuestra imaginación nos permitía y que no habíamos hecho por los vanos desencuentros. Funcionábamos como dos piezas de máquina indestructible y eterna que empalmaban con precisión primermundista.
Por tres meses estuve seguro que existían el amor perfecto, el platonismo puro,  la metafísica del destino y las fantasías románticas de Hollywood, hasta que un día mis demonios y la necedad de quien lucha por lo que cree es su más alta meta, me jugaron una trastada. La culpa, la dependencia,  mi tibieza ante la insistencia, me cegaron. Tales entidades disfrazadas de ángeles, no te dicen  que el infierno sodomiza con el paraíso en la Tierra. La confusión,  con intensidad volcánica y una mezcla churrigueresca,  puede invadir cada átomo, molécula y célula,  apuntando  hacia dos irreconciliables veredas. Me ignoré, te ignoré, desatendí a la Utopia,  le di cabida a la  certera incertidumbre, te pensé sin pensarte. Desde la nada me arrojé a salvarla a  ella, quien vivía en la profana geografía de  un cuerpo que lloraba, me clamaba  y me daba la fuerza de un gran amor, de esos que son tan enormes que te asfixian, que te matan.
Te pedí un tiempo, le pedí un tiempo. Regresé con ella, acallando los latidos de aquel  maldito prurito  que siento cuando estás cerca. No te lo comuniqué, y mi alma maquinaba dejar aquella relación que según la docta psicología, era codependencia. Todavía te vi una vez más, me creí lo suficientemente fuerte para abandonarla, para entregarme a ese paradisiaco futuro que nos esperaba.  No lo hice. Un día de Muertos te enteraste. En tal festiva jornada también murió, otra vez, nuestra utopía.
Te sentiste burlada, traicionada, humillada. Esta vez, yo diseñé el  explosivo, el más potente, lo encendí. Tú lo ataste a tu cuerpo. Cual mártir palestino, lo dirigiste a su objetivo, planeando que esta vez la explosión fuera contundente, efectiva. Yo, traté de apagar la mecha: tomé una decisión definitiva y corté las ataduras que me habían hecho renunciar a tu vida.  Pero tú le echabas gasolina. Mis intentos fueron vanos.  Así pasaron unos meses de ambivalencia entre pleitos, reconciliaciones, perdones, rencores entrelazados con malentendidos, exageraciones, errores, encuentros y desencuentros que mataron  a la perfección, a la conexión platónico-metafísica. Te trasladaron a ese desencantado mundo de un sano escepticismo   que  dice que el amor no es como en las películas, que también muere,  duele,  es etéreo y finaliza, que no existen las medias naranjas, ni el destino,  y que Nicholas Sparks y el estúpido de Platón  son una mentira.  Así pues, estalló la bomba, vino el silencio. Ya no hubo largas conversaciones, ni siquiera esos breves recovecos electrónicos en los que me dabas cabida; tampoco hubo instancia para un momento o un lugar. Tu decisión era clara: sepultarme. Como dije, los primeros amores se pueden olvidar. Lo harás porque te lo has propuesto. Tu vida será normal, completa y extraña a mí. No habrá ya ningún escozor. No sentirás más ninguna conexión. A la postre, no sé cuándo, también te olvidaré.  

Pero, es posible que en  algún momento futuro en el que tu corazón o el mío tengan algún tropiezo, un onírico desvarío y las defensas de la psique estén algo bajas, tal vez, sólo tal vez, sintamos un  salpullido, una comezón  débil, intermitente, en momentos suave, como una caricia, como el nostálgico recuerdo de una utopía, que fiel a su esencia, no tiene ningún lugar.

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