La Tortuga
La miro, la miro y en verdad aprecio cuanto nos
parecemos. Esta ahí con sus compañeras en su pequeño mundo. En ella se ve el
incomprensible triunfo de la vida; tantos siglos, miles de años, casi
inmutable. Ha sobrevivido a las peores catástrofes. Logró lo que los
dinosaurios no pudieron realizar, pese a ser supuestamente más desprovista y
débil.
No posee grandes colmillos. Tan sólo unas láminas
sustituyen a la dentadura. Torpe se resguarda en su caparazón cuando la adversidad
acosa. Está plenamente segura con la cabeza y las extremidades contraídas;
resiste a las zarpas, colmillos, golpes,
al fuego. Aunque no corre esos peligros ya. Dentro de la pecera está protegida
de cualquier depredador. Ahora, únicamente se preocupa por comer, tomar el sol,
hurgar, dormir y acaso pensar.
Monótona es su jornada, mas denota disfrutarla. Lo
único que la altera es mi presencia cuando irrumpo en la habitación. Quebranto
la armonía de su ciclo. Ella, inmediatamente se oculta bajo su coraza y una vez
que comprende que no soy el enemigo, extiende las patas, asoma la cabeza,
continúa sus actividades.
Cierto que es nerviosa, desconfiada. Por eso la
observo con mucho cuidado, sin ejecutar ningún movimiento, ni dar motivo alguno
de alarma. Es entonces cuando al verla noto cuanto nos semejamos.
Aficionada a la tranquilidad, suele tomar el sol junto
con la tropa. Estira al máximo las patas posteriores. Levanta el cuello con
orgullo. Demuestra su pericia en el arte de gozar recibiendo los acariciadores
rayos del sol en recompensa.
Sin afligirse de estar al borde de la extinción, me da
la impresión de que menospreciara tal amenaza por confiar en su portentosa
habilidad para salvarse milagrosamente. O quizá se sabe en cautiverio. No
obstante, sigue siendo temerosa por naturaleza.
Tal vez en esto radique el éxito de su supervivencia...
La veo avanzar, escalar entre las fraternas camaradas.
En ocasiones me pregunto si distingue que lo son. Ellas la aceptan solamente
un rato sobre sus lomos. Después, se sacuden de la espalda a la encimosa
congénere, la cual cae boca arriba y con dificultad maniobra con el cuello para
voltearse colocando el peto de nuevo sobre el vidrio.
Aturdida queda momentáneamente. Luego decide echarse
un chapuzón, explorar la profundidad,
los límites de la pequeña piscina. En fin, lo que aparenta un "vagar por
vagar" en el agua, es en realidad una operación más trascendente.
Ha llegado la hora de comer. Vierto en pequeños
pedacitos la comida sobre el vital líquido. Unos se hunden, otros flotan,
mientras que las hermanas, todas, se zambullen para iniciar el festín. Ella
aflora a la superficie, donde está la mayor parte del alimento. Se dedica a
engüírlo. Al finalizar, toma una siesta en la plataforma como parte del ritual
que procede tras el manjar.
Pasan
tres horas, despierta de su enajenación. Las nubes tapan al sol. Sus compañeras
están hondamente dormidas. La tarde refresca. La tortuga, contemplativa, da
unos pasos hacia adelante. Descansa. Da otros tantos a la izquierda. Se
detiene. Así gira trescientos sesenta grados saludando a los cuatro puntos
cardinales, casi místicamente reverenciándolos en solemne actitud. Por último,
dirige la mirada más allá de la pecera, hacia el cielo. Bosteza desinhibida
enseñando su regordeta y corta lengua. Con las patas delanteras se toca los
cristalinos y verdes ojos. Agacha la cabeza, la contrae. De esa manera despide
al agonizante día para reemprender una exploración muy distante en el sueño,
para culminar el lapso de un día más.
Miro a la ventana. Veo unas grandes pupilas
obsevándome con curiosidad. En ese instante recuerdo cuanto nos parecemos ella
y yo.
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