El Alfa y el Omega
En el principio era
el caos. Todo se hallaba fusionado en una infinita masa amorfa, como en el
apeiron de Anaximandro. La cama, los cuadernos, libros, prendas, papeles,
absolutamente la totalidad de lo existente en la recámara, estaba reunida en un
mismo punto que, de acuerdo con Stephen Hawking, debió ser más diminuto que la
cabeza de un alfiler; de hecho, trillones de veces menor a la dimensión de un
átomo. Independientemente del tamaño, de su finitud o infinitud, su opaca estructura incandescente de energía
pura, era impenetrable...
En un instante primordial, “donde” más bien el tiempo arrancó, una Madre
cósmicamente enfurecida, explotó. Y a una velocidad infinitesimal, salieron disparadas por efecto de la escoba,
el jalador, la jerga y el sacudidor, cada uno de los celestes componentes de mi
universo. Apenas la medición de tales eventos en fracciones de nanosegundos,
alcanza para vislumbrar someramente lo acontecido. Luego, en una semana el
proceso se completó.
“¡Hágase la limpieza!” dijo el Verbo. En el primer día, se creó el espacio, el polvo se condensó y fue
directo al bote de basura. La Madre vio que el espacio era
bueno y le llamó orden. En el segundo
día, se hizo la luz, pues el foco estaba
fundido y tuve que cambiarlo por uno ahorrador de energía, de 20 watts. Hubo
noche y mañana. En el tercero, todos los objetos fueron minuciosamente
acomodados: los libros tomaron su lugar en el librero, las revistas de
conejitas fueron devoradas por un hoyo
negro localizado entre el colchón y su base, las vestimentas ingresaron al
ropero, los papeles y cuadernos yacieron sobre el escritorio y las
chucherías fueron convertidas en
anti-materia. En el cuarto día, la habitación se sacudió y volvió a generar más
polvo; entonces, las cucarachas, arañas,
palomillas, zancudos y alguno que otro
roedor, abandonaron sus escondites y caminaron por la superficie o volaron por
los aires, según su especie. Yo les dije: “Sed fecundos y multiplicaos”. Sin
embargo, no fueron bendecidos por Ella y
en el quinto día, ese conjunto de seres vivos fue aniquilado, envenenado por un
diluvio de arsénico y DDT. En el sexto, sus cadáveres fueron removidos, la
ventana abierta, el piso trapeado y las sábanas recordaron la ancestral memoria
de estar dentro de una lavadora. En el séptimo,
la Madre
descansó... De paso, también me puso un castigo.
El
tiempo siguió transcurriendo. Las cosas por efecto de la Gran Explosión ,
orbitaban unas alrededor de las otras en equilibrio. Pero, esa tendencia centrífuga, que desde un
radiotelescopio podría ser observada como un alejamiento multi-direccional, no
era eterna. De lo contrario, hubiera
sido necesario tumbar las paredes y ampliar más y más, hasta que cada cosa estuviera tan lejos que
la recámara hubiera dejado de ser, se habría extinguido.
El
movimiento llegó a su límite. Debido a la acumulación de materia negra, y de
fuerza H[1],
los cuerpos se fueron acercando unos a otros, borrando los límites entre ellos.
La supernova que iluminaba ese firmamento mío, nuevamente se fundió. Poco a
poco, el espacio se fue reduciendo, el tiempo compactando, el polvo
acumulándose, la fauna nociva regenerando,
hasta que en una pared surgió un cartel de Garfield enunciando una contundente ley física: “My
room, my mess, my business”.
El
Big Crunch consumado, espera una nueva detonación para volver a crear el Cosmos
en un sempiterna dialéctica de Amor y Odio,
de implosión y expansión, ya antes descrita bellamente por Empédocles de
Agrigento... Todo volvió al Origen,
porque en el Principio como en el Final,
mi cuarto fue, ha sido y será caos.
[1] Un equipo de físicos mexicanos liderados por Felipe Jiménez prefirió
designar a esta fuerza simplemente como “H…a” (debido a que este es un concurso
de cuento decente, me he autocensurado y metafóricamente aludiré con la
expresión incompleta anterior a la ova del esturión, o si se prefiere, me
referiré a una fuerza equivalente: la
F , de fiaca). No obstante, dicha nomenclatura fue rechazada
por Dan Goldin, en ese entonces administrador de la NASA.
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