El concepto de símbolo en La imaginación simbólica de Gilbert Durand


La imaginación simbólica es un texto que fue publicado en 1964 por Presses Universitaries de France, y que tuvo una segunda edición en 1968. En 1971 fue editado en español por Amorrortu editores.  Ya este texto se engarza con Las estructuras antropológicas del imaginario, a pesar de existir una distancia de quince años con La imaginación simbólica.[1]
Para la hermenéutica simbólica Gilbert Durand  (1921- ) es un autor de suma importancia, aunque no es considerado filósofo por todos. Los diccionarios de Cambridge de Filosofía y de Ferrater Mora no lo registran en sus entradas, a pesar de que es catedrático auxiliar de filosofía y profesor emérito en la Universidad de Grenoble.  Más bien,  es considerado antropólogo y simbólogo.[2]
De cualquier manera, es importante para la hermenéutica simbólica ya que pertenece al Círculo de Eranos, grupo que fue armado en 1933 por Olga Fröbe, una culta y adinerada mujer inglesa que pretendió el acercamiento entre Oriente y Occidente. Dicho grupo sesionó desde entonces hasta 1988,  reuniéndose periódicamente, cada mes de agosto. Tres etapas temáticas ha tenido este grupo: 1) El pensamiento mítico-místico; 2) etapa antropológica; 3) pensamiento simbólico. A  esta última etapa pertenece Durand y quizá sea su máximo exponente.[3] Por su cuenta, Durand fundó la Escuela de Mitocrítica y Mitoanálisis y fue impulsor del Centro de Investigaciones sobre el Imaginario, fundado en 1966.
Este pensador se ha vinculado estrechamente con los filósofos españoles de la Universidad del Deusto.

Los símbolos


Gilbert Durand entiende que el símbolo es una manera de representación indirecta del mundo que tiene la conciencia a través de una imagen. Si bien es verdad que el símbolo es una categoría abarcada por el concepto de signo, el signo del símbolo (la imagen) muestra una inadecuación extrema respecto a la cosa (o significado) representado.  No obstante, eso no quiere decir que el símbolo no apunte a una cosa, sino que la cosa que representa “[…] remite a abstracciones, es especial a cualidades espirituales o morales que es difícil presentar en <<carne y hueso>>”.[4] El propio Durand reconoce que no hay una diferencia radical entre el pensamiento directo e indirecto, sino que es una cuestión de gradación.[5] Así pues, distingue tres tipos de signo: 1) los arbitrarios (puramente indicativos) 2) los alegóricos (que representan a una realidad significada difícil de representar), 3) la imaginación simbólica (cuando el significado es imposible de representar y sólo se refiere a un sentido como una epifanía, es decir, “aparición de lo inefable por el significante y en él”).[6]  Esto se puede reducir a la tríada signo, alegoría y símbolo.[7] Sin embargo, si atendemos al propio Durand esta epifanía no es absolutamente inefable, pues al admitir que el símbolo es parabólico, está reconociendo que apunta hacia una representación que es trascendencia, que transfigura al símbolo y hace aparecer un sentido secreto.[8]  
Ahora bien, este sentido secreto no es unívoco, sino multívoco, ya que el término significante, representa cualidades divergentes y antinómicas, que se van enriqueciendo gracias a la repetición del término significante, que en su imperialismo sobre los sentidos que le acompañan, hace que éstos se perfeccionen (potencia simbólica, redundancia perfeccionante).[9]
En consecuencia,  tras breve reflexión, Durand enuncia su definición de símbolo: “signo que remite a un significado inefable e invisible, y por eso debe encarnar concretamente esta adecuación que se le evade, y hacerlo mediante el juego de las redundancias míticas, rituales, iconográficas, que corrigen y completan inagotablemente la inadecuación”.[10]

El simbolismo en la historia de Occidente


Durand entiende que el símbolo en Occidente se ha caracterizado por una forma de iconoclastia, distinta a la bizantina que adoraba a la divinidad a través de los íconos. Esta segunda forma de  iconoclastia “por, exceso, por evaporación del sentido, fue el rasgo constitutivo y sin cesar agravado de la cultura occidental”.[11]   Considerando –a partir de Spengler- que el inicio de Occidente está en la época Carolingia, podemos observar que desde entonces surgió una pedagogía opuesta al símbolo:
[…] a la presencia epifánica de la trascendencia, las iglesias opusieron dogmas y clericalismos; al <<pensamiento indirecto>>, los pragmatismos opusieron el pensamiento directo, el <<concepto>> -cuando no el <<precepto>>-; por último, frente a la imaginación comprensiva <<que indice al error y la falsedad>>, la ciencia esgrimió las largas cadenas de razones de la explicación semiológica, asimilándolas en principio a las largas cadenas de <<hechos>> de la explicación positivista.[12]

            De dicha Historia occidental, Durand señala tres momentos álgidos del embate contra el símbolo: 1) el aristotelismo medieval averróico, asumido por Siger de Brabante y Guillermo de Ockham;[13] 2) el cartesianismo, que no aceptó otro símbolo que la propia conciencia;[14] 3) el positivismo de Comte, que condujo a una reducción severa del simbolismo subyugado por dogmatismo dictatorial del pensamiento directo.[15] 
            No obstante, el valor del símbolo ha sido recuperado por la etnología y la patología psicológica (y Durand se concentra en sus representantes o intérpretes francófonos).[16]  A su vez, retomando este impulso,  Ernst Cassirer “tuvo el mérito de orientar la filosofía, y no solamente la investigación sociológica [asociada con la etnológica] y psicológica, hacia el interés simbólico”.[17]
En fin, estas dos disciplinas (la etnología y la patología psicológica) han centrado su atención en los símbolos mediante una comparación entre las imágenes que los enfermos mentales y los primitivos realizaban y el sentido de dichas imágenes, así pues, se requería de una hermenéutica.[18]  Sin embargo, para Durand, muchas de las hermenéuticas surgidas en estas disciplinas, son reductivas, ya que reducen lo simbolizado a un sistema intelectual en boga y pierden de vista el misterio.[19] En otras palabras pretenden reducir el símbolo a signo.[20]   
  El psicoanálisis, por ejemplo, reduce el símbolo a un pansexualismo que explica una historia individual. Esto lo afirma Durand siguiendo la lectura que hizo Roland Dalbiez de los métodos asociativo y simbólico. La etnología de Dumézil reduce los símbolos a un funcionalismo sociológico que hace inteligible un evento simbólico a partir de su etimología, mientras que Levi-Strauss reduce los símbolos a una infraestructura inconsciente que guarda relaciones significativas que también explican la vida social de un grupo.[21]  
            Ahora bien, hay un segundo tipo de hermenéuticas del símbolo, las que son instaurativas, ya que al parecer éstas conciben al símbolo como la base misma del conocimiento o del funcionamiento psíquico. Entre este grupo está la hermenéutica de 1) la filosofía de las formas simbólicas de Cassirer, asumiendo que en la pregnancia simbólica del pensamiento siempre el sentido se impone a los objetos; 2) la filosofía de Gaston Bachelard, quien comprendió que la superación de la iconoclastia sólo podría realizarse por medio del sometimiento a lo onírico junto con la meditación y la crítica científica; 3) el psicoanálisis jungiano, que en
[…] la exaltación arquetípica del símbolo nos proporciona su <<sentido>>, y no su reducción, a una líbido sexual, biológica y a sus incidentes biográficos […] El símbolo es, pues, mediación, ya que es equilibrio que esclarece la libido inconsciente por medio del <<sentido>> conciente que le da, pero que recarga la conciencia con la energía psíquica que transporta la imagen. El símbolo es mediador y al mismo tiempo constitutivo de la personalidad por el proceso de individuación.[22]

La antropología simbólica de Durand


Poseyendo estos elementos, Durand propone una síntesis crítica de las hermenéuticas anteriores para poder generalizar una antropología de lo imaginario, previo “psicoanálisis objetivo” para depurarlo y quitarle supervivencias culturales y juicios de valor de los pensadores herederos de la iconoclastia occidental:[23]
Dicho de otra manera, tanto las hermenéuticas reductivas como las instaurativas que examinamos hasta ahora adolecen todas de restricción del campo explicativo. No pueden adquirir validez sino uniéndose entre sí, al esclarecerse el psicoanálisis mediante la sociología estructural y referirse esta última a una filosofía de tipo cassireano, junguiano o bachelardiano. El corolario del pluralismo dinámico y de la constancia bipolar de lo imaginario es –como lo descubre Paul Ricoeur en un artículo decisivo- la coherencia de las hermenéuticas.[24]

Para Durand la imaginación “se revela como el factor general de equilibración psicosocial”.[25] Esta equilibración es una tensión entre dos “fuerzas de cohesión” que no sólo son psicológicas, sino también sociales, y reflejan la globalidad de la cultura.[26] Pero, además, el factor general de equilibrio que anima este antagonismo simbólico no es meramente una pulsión única del aparato psíquico deslindado de la naturaleza, sino que es una pulsión múltiple que se revela en esquemas de acción  que manifiesta la energía biopsíquica alojada en tres estructuras (esquizomórfas, sintéticas y místicas) que, obviamente, suponen una estructura biológica con los reflejos dominantes: postural, digestivo y copulativo,  los cuales, en una dialéctica dinámica-que siempre es tensión de contrarios-, involucran tanto al inconsciente como a la consciencia.[27]  No obstante, el nivel natural de este simbolismo no es el único, sino también está un nivel pedagógico y un nivel cultural. El primero tiene que ver con la educación del niño por el entorno inmediato y el segundo con la herencia y justificación de una sociedad.[28] Este complejo de pulsiones y niveles, que hacen a la imaginación simbólica, constituye la actividad dialéctica del espíritu.[29] Más aún, la imaginación simbólica tiene las siguientes funciones: 1) biológica, que eufemiza la muerte, no sólo para huirle, sino para asumirla a través de las imágenes, 2) la psicosocial, que equilibra a la sociedad en la ya citada tensión de antagonismos, como si fueran un movimiento de sístoles y diástoles cuyo ritmo dependería de la propia concepción que esas sociedades tengan de la historia; 3) la función humanista, que busque la universalidad del símbolo, concebida ésta como “la ambición de componer el complejo cuadro de las esperanzas y temores de la especie humana, para que cada uno se reconozco y se confirme en ella”;[30] 4) la función teofánica,  que desemboca todas sus funciones en una epifanía del Espíritu (en donde se mezclan la imagen –bild- y el sentido –Sinn-, reconstituyendo las tensiones antagónicas).[31]

El reto de la imaginación simbólica


Todo este discurso del símbolo (simbólica), según Durand, se confunde con la marcha de la cultura humana.[32] Como se le asigna un papel de trayecto, también a futuro le asigna un rol, no como un fin al que inevitablemente tenderá, sino como un reto, al cual se tiene que enfrentar: el un humanismo abierto, que es interdisciplinario, multidimensional, vital y que medie entre la Esperanza de los hombres y su condición temporal.[33] Este humanismo se enfrenta a una sociedad científica e iconoclasta.[34] Como medio para alcanzar dicho humanismo, Durand sugiere dos vías de combate. La primera es la práctica de un intenso activismo cultural (ya que los medios de comunicación han permitido confrontar a las culturas y hacer una enumeración total de temas, iconos e imágenes en un Museo Imaginario).[35] La segunda es una pedagogía de los símbolos:

Así como la psiquiatría aplicada una terapéutica de vuelta al equilibrio simbólico, se podría concebir entonces que la pedagogía –deliberadamente centrada en la dinámica de los símbolos- se transformase en una verdadera sociatría,  que dosifica en forma muy precisa para una determinada sociedad los conjuntos y estructuras de imágenes que exige por su dinamismo evolutivo. En un siglo de aceleración técnica, una pedagogía táctica de lo imaginario parece más urgente que en el lento desarrollo de la sociedad neolítica, donde el equilibrio se lograba por sí solo, al ritmo lento de las generaciones se lograba por sí sólo, al ritmo lento de las generaciones.[36]

                De este tremendo reto, se desprende un diagnóstico. Precisamente el hecho de que este diagnóstico puede ser desproporcionado, es justo señalar lo siguiente. Durand ve que en esta época –y desde Carlomagno-, Occidente ha estado en una crisis respecto a lo simbólico. Sin embargo, esta crisis, en realidad, sólo es a nivel teórico, no práctico.  O bien, dicho más mesuradamente, los juicios emitidos racionalistas e iconoclastas de los grandes pensadores medievales, modernos y contemporáneos, pudiera revelar un ataque contra el simbolismo, habría que demostrar queeste ataque trascendió a los medios intelectuales y se dio en la práctica.  Los ejemplos que da Durand, respecto al arte, suponen una interpretación cuya fuente no siempre se revela y que no se apoya del testimonio histórico que permitiría generalizar dicha opinión, para decir que eso valía para todos los espectadores, artistas, coleccionistas y pensadores. En el ejemplo que enunció respecto al arte de los siglos XVII y XVIII, aseverando que éste se empequeñeció hasta convertirse en simple diversión y ornamento, es un ejemplo ciertamente exagerado.[37]
            Los símbolos, no han dejado de tener importancia si ponemos atención a los hechos históricos y a la vida cotidiana de las personas occidentales y no-occidentales de varias épocas. También podemos decir  que esto está acompañado de una idealización del Bizancio macedónico, el cual, tuvo una iconoclastia positiva. Más aún, la idealización que hace Durand, se puede extender al propio concepto de símbolo, pues le atribuye funciones éticamente buenas, y olvida que también los símbolos pueden ser usados para mal. El racionalismo, ni la ciencia son malos para una antropología. La ciencia ha permitido que la calidad de vida y longevidad del hombre aumenten y exige ella el rigor crítico y la democrática posibilidad de debatir los postulados y datos de un paradigma. Además, que la ciencia sea dominio de la minoría científica y ajena a una mayoría que, ya Carl Sagan denunciaba como analfabeta en torno a la ciencia, permite poner en tela de juicio el diagnóstico de Durand. Si creemos que la ciencia es una especie de manifestación del ser que domina al hombre en perjuicio de otras posibilidades humanas, en realidad esto es  más el resultado de la mitificación de la ciencia entre los intelectuales (Heidegger, Comte, el círculo de Viena, etc), quienes crean esta dicotomía razón-simbolismo, como un problema antropológico. Recordemos que el propio Durand señala que la distinción entre pensamiento directo e indirecto no es tajante.
            Más mesurado, pues, es la incorporación del discurso simbólico al problema del filosófico-cultural. Lo que se opone entre los hombres, no es dos formas de racionalidad, sino sistemas culturales con dos actitudes que han sido asociadas teóricamente con la razón y el símbolo. Tales actitudes son la de la tolerancia y la intolerancia. En la reflexión de la filosofía de la cultura y el multiculturalismo, el análisis de los símbolos para la comunicación y la convivencia es fundamental. Las ideas de una pedagogía del imaginario y de un activismo cultural, como vías de solución a problemas multiculturales están todavía por explorarse y explotarse.
Apostemos a la Esperanza de la que nos habló Durand, haciendo uso de la ciencia, la razón y la imaginación simbólica.  




[1] Gilbert Durand, La imaginación simbólica, trad. Marta Rojzman, Amorrortu, Buenos Aires, 2000, p. 94.
[2] http://www.adepac.org/P02-23.htm consultada el 21 de marzo del 2006.
[3] Otros exponentes serían Hillman, Miller y Von Franz.
[4] Gilbert Durand, La imaginación simbólica, trad. Marta Rojzman, Amorrortu, Buenos Aires, 2000, p. 11. 
[5] Ibid., p. 10. Beuchot, como otro hermeneuta del símbolo, también supone lo mismo a través de  la tensión entre la metonimicidad y metaforicidad del símbolo.
[6] Ibid., p. 13-14. A mi me parece que la imaginación simbólica no puede distinguirse radicalmente del signo alegórico, ya que habría que demostrar que el símbolo carece de los elementos de la alegoría. Si pensamos que el símbolo refleja la presencia divina, siempre a esa presencia va a asociado una serie de conceptos sobre lo divino que encuadran al símbolo. Así pues, al parecer sucede lo mismo con todos los símbolos. Una irracionalidad absoluta del símbolo es imposible y Durand acepta que tiene un significado, pero que nunca puede ser captado por el pensamiento directo y siempre dentro del proceso simbólico.
[7] Cfr. Cuadro 1. (ibid., p. 22 y 23).
[8] Ibid., p. 14 y ss.
[9] Ibid., p. 16 y ss.
[10] Ibid., p. 21.
[11] Ibid., p. 25.
[12] Ibidem.
[13] Ibid., p. 33.
[14] Ibid., p. 26.
[15] Ibid., p. 45-46.
[16] Ibid., p.  47.
[17] Ibid., p. 68.
[18] Ibid, p. 47.  Es justo aclarar que entiende hermenéutica en un sentido amplio.
[19] Ibidem.
[20] Ibid., p. 67.
[21] Ibid., p. 47-67.
[22] Ibid., 73 y 76.
[23] Ibid., p. 93.
[24] Ibid., p. 117.
[25] Ibid., p. 96.
[26] Ibid. p. 96., n. 3.
[27] Ibid., p. 99-101. El trasfondo natural de esta postura es estudiada por en la Escuela de Leningrado. Los reflejos dominantes son reflejos que generan otros reflejos por inhibición o reforzamiento.
[28] Ibid., p.  104-105.
[29] Ibid., p.  123.
[30] Ibid., p. 134.
[31] Ibid., p.  137 y ss.
[32] Ibid., p. 140.
[33] Ibid., p. 139-140.
[34] Ibid., p. 133.
[35] Ibid., p. 133.
[36] Ibid., p. 132.
[37] Cfr. p. 30. 

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