Las Revoluciones
Cuarta parte de una reflexión sobre los mitos políticos de la Independencia y la Revolución Mexicanas.
Según
la RAE la palabra “revolución”, en el sentido que compete a este ensayo, es un
“cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una
nación”.[1]
Desde
la perspectiva de esta definición, parece que revoluciones han existido desde
hace mucho en la humanidad. Tan es así que Platón brevemente en Leyes III 690 D, y más ampliamente Aristóteles,
en el libro V de la Política, ya
hablan de ellas. Al menos, un punto de vista así -relativo a Aristóteles-
sostiene Andrzej Narewsky Karbowska.[2] Sin
embargo, la perspectiva aristotélica resulta problemática frente a la idea actual
de revolución. Veamos por qué. Aristóteles analiza las causas por las que cambian los
regímenes (monarquía, oligarquía, democracia). Argumenta que: los seres humanos
somos iguales en algunos puntos y desiguales en otros; que la democracia tiende
a absolutizar la igualdad y la oligarquía absolutiza la desigualdad; que cuando
unos no participan del poder según la concepción que tienen, se sublevan; que la
búsqueda de una igualdad sería el ánimo que acompaña al levantamiento a los
insurrectos, pero la causa realmente estaría en otros factores como: el lucro,
el honor, el temor al castigo y la deshonra, la soberbia, el miedo, la
supremacía, el desprecio, el crecimiento desproporcionado, la intriga, la
negligencia, la las nimiedades y la disparidad. Ahora bien Aristóteles usa los términos
“sedición” y “sublevación; la “revolución” no es en realidad una categoría
antigua. Se puede señalar que no toda sedición o sublevación es una revolución.
Lo anterior se puede apoyar con la observación de que el Estagirita entiende
que algunos de estos movimientos buscan el cambio de un régimen, otros sólo una
modificación de un aspecto (como establecer o suprimir alguna magistratura), o
bien, la conservación del régimen y determinan solamente un cambio de
administración. Ahora bien, en el caso de un cambio de régimen, tampoco dicho
cambio es sinónimo de revolución, ya que éste se puede dar por violencia o
engaño (Política, V, 1304 b); en cambio, las revoluciones son siempre
violentas. Aristóteles, no tiene la concepción de una revolución. Más bien ésta
puede ser proyectada en su pensamiento y de manera muy acotada a ciertos
cambios de régimen.
En el mencionado sentido de la RAE, tanto el
movimiento de Independencia de México, como la guerra desatada en 1910, son
revoluciones; una que afectó a España y generó el nacimiento de un nuevo país,
otra que se dio en el México ya constituido, el cual tuvo que reconfigurarse.
Es verdad que sólo a una de las dos se le llama así (revolución), pero tal distinción responde sólo a un mero
etiquetado y no a una diferencia de fondo.[3] Esto no quiere decir que no hay diferencia
alguna entre ambos sucesos. Por supuesto, que hay una especificidad de cada uno
de ellos, pero, ¿acaso no habrá algo que compartan a pesar de las muchas y
obvias diferencias?
Ya
vimos que Aristóteles no habla estrictamente de las revoluciones, sin embargo
hay una autora contemporánea que sí: Hannah Arendt.
Ella señala que la revolución es un fenómeno
político que sólo se da en la Época Moderna, que está asociada a la violencia
–implicando una renuncia a la palabra, a la actividad política en aras de una
fundación radical y regularmente conduciendo a la guerra- y que tiene como fin
la libertad (entendida como un espacio público
para la manifestación) y consecuentemente, la
reinvidicación de la cuestión social (la solución de la pobreza mediante el
ejercicio de la voluntad popular)[4] y
una apología de la felicidad privada, la cual entra en tensión con la felicidad
pública que busca el revolucionario, quien en última instancia se repliega a su
individualidad ciudadana e intimidad de consciencia.[5]
Arendt
analiza lo común a todos estos movimientos, aunque su análisis peca de
limitarse a las Revoluciones Americana, Francesa y, en menor grado la Rusa,
pero ella sabe del modelo que representaron para otros movimientos del mismo
tipo y así pretende llegar a una generalidad que explique la conceptualización
de los movimientos revolucionarios modernos, los cuales, de acuerdo con esta
pensadora, tienen que ver con los siguientes asuntos: el reparto de la riqueza,
y la igualdad y la concepción de la historia. La conciencia de que la pobreza
no es una condición necesaria a la sociedad, que es más bien producto de
circunstancias humanas manipulables, es una característica propia de los
movimientos revolucionarios. Pero también las revoluciones son motivadas por
condiciones que renuevan el pensamiento de la gente, como el establecimiento de
una nueva forma de igualdad derivada del descubrimiento y colonización de
América, que en el caso de Norteamérica llevó a una prosperidad e igualdad
insospechadas, que sirvieron de contraste a Europa, pero que según Arendt, en el fondo, antes que
América, está el cristianismo como su causante, pues propuso una igualdad radical
de los hombres, cuajando lentamente con la Reforma y la secularización,
pensamiento que fortalecido por una concepción de la historia novedosa que
concibió, a partir del siglo XVIII la posibilidad de establecer un curso
totalmente nuevo de su devenir. [6] El
concepto de revolución, implica una idea de novedad, de autonomía. Ahora bien,
¿qué mueve a los revolucionarios? La pasión de ser vistos, reconocidos y juzgados, la emulación, la superación e
inclusive la ambición. Sea como sea, los revolucionarios son fundadores de la
libertad –la cual tampoco es novedad absoluta- y para ello regularmente
requieren de creación de constituciones, de un pacto social.[7]
Asociadas a la revolución están las categorías de fundación y
constitucionalismo.[8]
En
síntesis la revolución es una categoría política e histórica moderna que se
refiere a cambios institucionales, a los
que se asocian otros conceptos, a saber: la violencia, la guerra, la libertad,
la cuestión social, la felicidad, la restauración, la novedad, la autonomía,
fundación y el constitucionalismo.
El
movimiento de independencia, a groso
modo, empata –según lo permite observar la historiadora Cecila Pachecho-
con una revolución, ya que, aunque su significado evolucionó, implicó las ideas
de autonomía, nación, libertad, soberanía y emancipación; pero el desgaste de
la monarquía flexibilizó tal concepto, finalmente implicó la idea de ruptura
con una metrópolis (como lo ejemplificaron los Estados Unidos) asociada a la
creencia de un derecho dado por la madurez de un pueblo y al sentido de guerra
y revolución (que la propia lucha de la Independencia de España de Francia,
aportó). Así pues, todo esto derivó en la noción de Independencia que se fijó
alrededor de 1821 y que se muestra en el Diccionario de la Lengua Española de 1852 “libertad, especialmente la de una
Nación que no es tributaria ni depende de otra”.[9]
Por
último cabe añadir una observación que
hace Arendt, ya que es pertinente para el enfoque de este trabajo y es que las revoluciones están simbólicamente ligadas al problema del
“origen”. En él, la violencia es
inherente, al menos de la forma en que se concibe el inicio de la historia en
las tradiciones bíblica (con el enfrentamiento de Caín y Abel) y clásica (con
el asesinato de Remo por medio de Rómulo).[10] A
esto añade la filósofa judía:
la
violencia fue el origen y, por la misma razón, ningún origen puede realizarse
sin apelar a la violencia, sin la usurpación […] La fábula se expresó
claramente: toda la fraternidad de la que hayan sido capaces los seres humanos
ha resultado del fraticidio, toda organización política que hayan podido
construir los hombres tiene en su origen el crimen. La convicción de que
<<en el origen fue el crimen>> - de la cual es simple paráfrasis,
teóricamente purificada, la expresión <<estado de naturaleza>> - ha
merecido, a través de los siglos tanta aceptación respecto a la condición de
los asuntos humanos como la primera frase de San Juan -<<En el principio
fue el Verbo>>- ha tenido para los asuntos de la salvación.[11]
Aunque
este párrafo hace énfasis en la asociación entre “revolución” y “violencia”,
también sirve para ejemplificar perfectamente que las revoluciones están
asociadas a un discurso mítico que fundamente el origen de las comunidades. Eso
le da una dimensión mítica. Pero también vista hacia el futuro, la revolución
posee un carácter utópico, el cual también le da una dimensión mítica que lo
vincula al pasado:
El
futuro sólo se justifica religiosamente [míticamente hemos de añadir] en la
medida en que sea capaz de legitimarse como simple prosecución, como exacta y
fiel copia del pasado. Mientras en los Upanishads y en el budismo el
pensamiento especulativo busca un ser más allá de toda pluralidad, de todo
cambio y de toda forma de del tiempo, mientras que en las religiones mesiánicas
la pura voluntad futurista determina la forma de la fe, en este caso un orden
dado de las cosas, tal como está, es perennizado y declarado santo. Esta
santificación se extiendo inclusive hasta los detalles de la ordenación y
distribución espacial de las cosas.[12]
Esto
nos conduce dos posibilidades: 1) pensar que la utopía es antagónica a una
distribución espacial que hay en el mito, ya
que la utopía es un “no lugar”, o 2) pensar que toda la distribución
espacial de carácter ficticio de las regiones míticas no tienen lugar alguno en
la profanidad y que esa distribución y sus lugares son todos de carácter
utópico. Si bien es cierto que las regiones de lo sagrado son utópicas, también
es cierto que no todos los mitos son asociados con utopías. Para Cassirer, como
para el común de los estudiosos, una utopía es una construcción simbólica -que
en el Renacimiento se convirtió en un poderoso género literario- que se propone
describir y traer a la realidad un inesperado futuro de la humanidad.[13]
La solución a este dilema, me parece, está en
asociar al mito y la utopía con la ficción y luego mostrar la función específica
que tienen las utopías; las cuales, pueden recurrir a los llamados discursos
míticos para justificarse, además de que las propias utopías pueden hacerse
mitos, si se convierten en discursos iterativos.
Veamos
por qué. Según Pablo Cappana, en su texto El
sentido en la Ciencia Ficción, la utopía es una ficción que no se pretende
realidad pero que nos permite un conocimiento de lo real.[14]Para
este pensador argentino, las utopías, a diferencia de los mitos arcaicos, son
elaboraciones conscientes que no identifican su ficción poética con los hechos,
no identifican la ficción con la realidad.[15]
En ese sentido las utopías se parecen a los llamados mitos platónicos, los
cuales son recursos estilísticos y elementos metodológicos que se convierten en
mediadores para el conocimiento de la realidad objetiva.[16] Vaya,
el vínculo entre las utopías y los mitos, estaría en que son ficciones, pero de
distinta naturaleza respecto a su relación epistémica con la realidad. Sin
embargo, según cuenta Paul Ricouer, para los marxistas, las utopías
epistemológicamente serían ideológicas, por carecer de cientificidad y por
ofrecernos una evasión de la realidad. No obstante, también puede ofrecernos
una ruptura con la autoridad establecida de modo un modo no ideológico. Es
decir, no es justa una reducción de la utopía a la ideología porque no agota
los sentidos que la palabra tiene, cuya función no está dada por su diversidad
temática, sino por la función semántica de carácter social que rompe con la
evasión de la siguiente manera:
Desde
ese “ningún lugar” puede echarse una mirada al exterior a nuestra realidad, que
súbitamente parece extraña, que ya no puede darse por descontada. Así, el campo
de lo posible queda abierto más allá de lo actual; es pues un campo de otras
posibles maneras de vivir.
Este
desarrollo de nuevas perspectivas posibles define la función más importante de
la utopía. ¿No podemos decir entonces que la imaginación misma –por obra de su
función utópica- tiene un papel constitutivo en cuanto a ayudarnos a repensar
la naturaleza de nuestra vida social? ¿No representa la fantasía de otra
sociedad posible exteriorizada en “ningún lugar” uno de los más formidables
repudios de lo que es?[…]La utopía introduce variaciones imaginativas en
cuestiones tales como la sociedad, el poder, el gobierno, la familia, la
religión. En la utopía trabaja ese tipo de neutralización que constituye la
imaginación entendida como ficción.[17]
La
propuesta de Ricoeur es afín con la de Cappana, reconoce un valor epistémico de carácter
social a la utopía, aunque también admite que puede tener un sentido ideológico
para algunos y funcionar como una ideología en cierto momento. Pero como ya se
dijo, la utopía no se limita a ello.
A
partir de los señalamientos de Cappana, podemos decir que los mitos políticos,
como el revolucionario, son constructos (ficciones) que pueden oscilar entre la
utopía y el mito, entendidas en los sentidos expuestos. Que lo mismo, pueden
enajenar del conocimiento de la realidad, que pueden vincular a ella. Ahora bien, en el caso
del marco metodológico que estamos ofreciendo a partir de Cassirer, se puede
entender sin mucho problema que en la conciencia mítica puede haber cabida para
la vivencia de las utopías, en el sentido de que espacio-temporalmente les da
un tratamiento sacralizante, lejano en el tiempo y con perspectiva fundacional.
Que, si también asumimos la noción de Paramio –como ya lo hicimos-, las utopías
pueden constituirse en mitos si se dan en discursos iterativos, los cuales, a
diferencia de lo que dice Paramio, no son opuestos al mito, dado que lo mismo pueden
ser mitagógicos (e ideológicos), que mitopoyéticos (vinculantes con una
realidad social). Diría Ricoeur que ofrecen las mismas dos caras que la
ideología: integración o deformación del pensamiento.
Frente
a tal panorama, dado por la relación mito-utopía, es interesante que la
Independencia y la Revolución, son agentes míticos que tienen dos matices:
remiten a un pasado originario y plantean un carácter utópico –un esbozo de la
posibilidad de otra sociedad- que se abre al futuro. Igualmente, se pueden usar
en discursos enajenantes que en otros vinculantes.
A
continuación, analizaré cómo aparecen específicamente elementos míticos en los
movimientos de Independencia y Revolución. El análisis se hará por separado y
echando mano de algunas interpretaciones históricas que revisan la intervención
de la ideología y el mito en tales procesos. Piénsese específicamente en Villoro, Romeo Caballero,
Krauze y Serrano Migallón respecto a la Independencia; en Krauze (nuevamente) y
Jean Meyer respecto a la Revolución. Aunque el abordaje no es sistemático,
lleva un hilo conductor que relacionará
algunos pasajes históricos, personajes, acciones, creencias y objetos
con ideas que sugieren la mecánica de la conciencia mítica que Cassirer
describió y que Paramio muestra cómo operan en la actualidad. Primero explicaré
porque se dio la Independencia y cómo este evento fue acompañado por el mito.
Posteriormente prolongaré el relato hasta la Revolución Mexicana y lo terminaré
en el fin los regímenes revolucionarios que cierran con la salida del PRI de la
presidencia de la República.
[1] http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=revolucíón consultada el 2 de enero del
2010. Tal palabra no era usada por los teóricos políticos del Renacimiento. Aún
así, Robespierre pensó que los fundamentos de la Revolución estaban en
Maquiavelo, quien prefería habla de mutazioni
del stato, de rebelión y revuelta, conceptos que ya aparecían en la teoría
política medieval para justificar la revuelta legítima, pero nunca en aras de
una igualdad política. El término
revolución es muy antiguo, sin embargo el sentido político que adquirió para
referirse a esos movimientos sociales tardó en aparecer. En un comienzo era un término
astronómico que cobró mayor importancia
gracias a la obra de Copérnico De
Revolutionibus orbium coelestium. Refería a un movimiento regular y
rotatorio de las estrellas, el cual estaba sometido a leyes . Era un concepto
asociado a la novedad y no a la violencia. Su uso político apareció por primera
vez en el siglo XVII, en la Revolución Inglesa,
entendido como una especie de regresión a un orden predestinado, vaya
una restauración, concepto que ese sentido está más bien alejado de la novedad
y suena a una nostalgia por cierto orden pasado. Mas en el siglo XVIII, se
entiende la posibilidad de un nuevo orden de las los siglos, ya no regido por
la divina providencia, sino por las acciones humanas, pero que parece posee sus
propias leyes y que no es frenable por alguna persona. Esto apareció con
claridad en el léxico de la Revolución Francesa. Luego, las demás revoluciones que se dieron
posteriormente fueron entendidas como una consecuencia de la francesa, hasta
que a mediados del siglo XIX llegó a pensar Proudhon que no existen varias,
sino una sola revolución permanente. Cfr. Hannah Arendt, Sobre la revolución, trad. Pedro Bravo, Alianza, 2006, p. 44-77.
[2] Andrzej Narewsky Karbowska, Doctrina Aristotélica del Estado, tesis
de maestría, Universidad La Salle, abril del 2010, p., 135.
[3] He de señalar que lo interesante
es que se cuando se nos enseña la Historia de México, casi no se usa el término
revolución para referirse a la independencia, esto se asocia a una
interpretación.
[4] Hannah Arendt, Sobre la revolución, trad. Pedro Bravo,
Alianza, 2006, p. 12 y ss; y capítulo II “La cuestión social”.
[5] Ibid., p. 186-187.
[6] Ibid., p. 29 y ss.
[7] Ibid., p. 166.
[8] No obstante, Arendt aclara que
las constituciones existían desde antes del siglo XVIII con un valor menor al
que hoy tienen. También señala que no
todas las constituciones son producto de una Revolución y que, a veces, algunas
son hechas para contrarrestar el espíritu revolucionario o bien hay
revoluciones que surgen a pesar de la existencia de una constitución. Ibid., p.
190-193. Con contundencia dice Arendt que “Hasta ahora, la revolución moderna
no nos ha traído constituciones (el resultado final, y a la vez, el propósito
de las revoluciones), sino dictaduras revolucionarias, concebidas para impulsar
e intensificar movimiento revolucionario, salvo en los casos en que la
revolución fue derrotada y seguida de alguna especie de restauración” (p. 215).
[9] Cecilia Pacheco, 101 preguntas sobre la independencia de
México, Grijalbo, 2009, p. 323.
[11] Ibid., p. 23.
[12] Ernst Cassirer, Filosofía de las Formas Simbólicas II,
FCE, trad. Armando Morones, 2ª edición,
Mexico, 1998, p. 164.
[13] Ernst, Cassirer, Antropología Filosófica, FCE, trad.
Eugenio Imaz, 2ª edición, México, 1965, p. 98.
[14] Ludolfo Paramio, Mito e Ideología, Alberto Corazón
Editor, Madrid, 1971, p. 62.
[15] Ibid., p. 61-62.
[16] Ibid., p. 60-62.
[17] Paul Ricoeur, Ideología y utopía, Edit. Gedisa,
trad. Alcira Bixio, Barcelona, 2008,
p.58.
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