La Revolución Mexicana: la renovación de la utopía revolucionaria.
Continuación de una reflexión sobre los mitos políticos de la Revolución y la Independencia.
El
término “revolución” había desaparecido ya en la época del porfirismo (e
incluso podemos decir en la época actual) de la frase inicial “revolución de
independencia” dado a que ésta fue pensada como una revolución para la
Independencia y no para resolver tales tensiones históricas y sociales.[1]
Sin embargo, la revolución volvió y mucho más cruenta, con un carácter más
popular que cualquier otra revolución en el país, creando nuevos héroes y
villanos, entre ellos Porfirio Díaz y su administración, denominada como los
“Científicos”. Al mito independentista se le sumó ahora el de la Revolución
Mexicana, o mejor aún: el mito revolucionario iniciado durante la Independencia
llegó a su cenit con la lucha armada de 1910-1920.
Ante
las desigualdades no resueltas por la Independencia ni los gobiernos sucesivos,
se dio otra revolución, una que ya había sido pronosticada por Lerdo de Tejada.
Si la Independencia se había obtenido en la primera mitad del siglo XIX y
vuelto a ganar durante la segunda mitad, ya no frente a España, sino ante
Francia, ahora era, a principios del siglo XX era ante México, su dictador y
sus élites. Era una reivindicación de los afanes truncos del pasado (petición
de tierras) en mezcla con una moderna petición de democracia: “Más allá del
inmenso poder de su mitología, la Revolución mexicana fue, en efecto, un vasto
reajuste histórico en el cual la gravitación del pasado remoto de México
–indígena y virreinal- corrigió el apremio liberal y porfirista hacia el
porvenir”.[2]
Es
curioso que quien iniciara ese movimiento fuera alguien ligado a un pensamiento
mítico a través del espiritismo. Francisco Ignacio Madero creía estar en
comunicación con el espíritu de su hermano Raúl,[3]
fallecido a los cuatro años de edad, y
otro espíritu de nombre José, quienes lo conminaron a hacer el bien a los
demás, que leyera Historia de México y que realizara un rol importantísimo para
la Patria con la escritura y publicación de su libro La Sucesión Presidencial,
escrito para defender al pueblo y darle libertad, reivindicando las prácticas
democráticas y la constitución del 57. Además ese libro, creía Madero, gozaba
del aval espiritual de Benito Juárez. Creó un Centro Antirreeleccionista,
posteriormente el Partido Antirreeleccionista, se entrevistó con Díaz, fue
encarcelado en San Luis, convoca ahí una Revolución (Plan de San Luis) con
fecha de inicio 20 de noviembre del 1910 y escapó a E.U.A. El día planeado
cruzó la frontera y sólo reunió a un contingente de 20 hombres, se escondió,
cabildeó armas, gente, organizó un ejército mayor encabezado por Álvaro Obregón
y Francisco Villa en el Norte, por Emiliano Zapata en el Sur. Firmó el 21 de
mayo el Tratado de Ciudad Juárez, en el que el gobierno porfirista claudicó.
Asume la presidencia interina Francisco León de la Barra con la venia de
Madero. Se licencia el ejército revolucionario. Habían derrocado a un ejército
federal de 18 mil soldados y 2700
gendarmes. Zapata esperaba una reivindicación agraria que remontaba a un pasado
colonial, concebía casi una relación de orden mítica con la tierra.[4]De
nuevo surgía un preteritismo que entró en pugna con la ingenuidad y optimismo
también de órdenes míticos de Madero que confiaba en que la influencia de los
espíritus y de la Providencia transformaría a sus enemigos políticos. En
noviembre de 1911 llega a la presidencia. Rápidamente Zapata rompió con él por
no ver ninguna celeridad en las reformas agrarias. En ese mismo mes se levantó
en armas. En marzo de 1912 también se levantó Orozco, exigiendo una repartición
agraria y una indemnización a los revolucionarios. Madero fue asesinado a los 15 meses en un mañoso golpe de Estado
orquestado por la cúpula militar porfirista que se mantenía intacta en su
cargo, y que fue asistido turbiamente por la embajada de E.U.A. Tales sucesos conocidos como la “Decena
Trágica” (del 9 al 18 de febrero de 1913) los dirigió el general porfirista
Victoriano Huerta, quien depuso y asesinó al presidente, su hermano y al
vicepresidente Pino Suárez. El ministro maderista de Relaciones Exteriores fue
designado presidente interino y duró menos de un día en su cargo, ya que
inmediatamente renunció. Luego, Huerta fue nombrado el presidente interino.
Un
suceso muy polémico e importante que acompaño a este hecho fue una carta que
publicó el diario católico el País de un mensaje de felicitación del Vaticano a
Victoriano Huerta por haber restablecido la paz. Si bien, esto pareciera una línea clara
dentro de toda la Iglesia, en realidad, esto no fue así. El arzobispo de
Morelia había condenado el golpe de Estado. Sin embargo, dicha publicación marcó una línea de reacción del
futuro ejército carrancista que fue claramente anticlerical, y que llevó
incluso al arresto del obispo de Tepic, quien pugnaba porque la violencia se
frenara.[5]
Por un tiempo se sostuvo el golpista: de
febrero de 1913 a agosto de 1914.
Incluso, Victoriano Huerta dio el grito de Independencia en 1913,
acompañado por el clamor popular, según
el oficialista periódico el Imparcial.[6]
Pero el nuevo presidente resultó ser antiyanqui. Eso molestó al gobierno del
entrante presidente Wilson, quien dejó de prestar dinero a México, dejó de
venderle armas, tomó con los marines el puerto de Veracruz y bloqueó las armas
que el gobierno compró a Alemania para combatir a los “maderistas” que se
habían levantado en armas tras la usurpación del poder y habían firmado el Plan
de Guadalupe (26 de marzo 1913). Ese documento realizado en la Hacienda de
Guadalupe en Ramos Arizpe, Coahuila y que nombraba a Venustiano Carranza como
líder del ejército constitucionalista para derrocar al nuevo dictador.
En
ese contexto, Huerta fue derrotado. Venustiano Caranza la encabezaba con la
prudencia de no prometer en exceso, pero sin perder de vista el mito
revolucionario:
<<El
Plan de Guadalupe no encierra ninguna utopía, ni ninguna cosa irrealizable, ni
promesas bastardas con intención de no cumplirlas; el Plan de Guadalupe es un
llamado patriótico a todas las clases sin ofertas ni demandas al mejor postor;
pero sepa el pueblo de México, que terminada la lucha armada a que convoca el
Plan de Guadalupe, tendrá que principiar formidable y majestuosa la lucha
social, la lucha de clases, queramos o no queramos nosotros mismos y opónganse
las fuerzas que se opongan. Las nuevas ideas sociales tendrán que imponerse en
nuestras masas, y no es sólo repartir tierras, no es el “sufragio efectivo”, no
es abrir más escuelas, no es construir doados edificios, no es igualar y
repartir las riquezas nacionales, es algo más grande y más sagrado: es
establecer la justicia, en buscar la igualdad, es la desaparición de los
poderosos para establecer el equilibrio de la conciencia nacional>>.[7]
Así
pues, en estas palabras, Enrique Krauze lee la continuación del carácter mítico
de la Revolución: “Carranza no era un revolucionario social. Sólo así se
entienden las palabras <<queramos o no queramos nosotros mismos>>.
Sin embargo, con un sentido de la necesidad histórica, entreveía ya que la
<<Revolución es la Revolución>>,
un movimiento casi telúrico que los hombres pueden en el mejor de los casos
encauzar, pero no segar”.[8] Es
decir que para haber negado las utopías, el propio Carranza toma una actitud
bastante utópica cuando señala el establecimiento de la igualdad y la justicia.
En fin, la mitificación de la Revolución
en el carrancismo no se limitó a esa visión política que mezclaba la
trascendentalidad de la revolución con las aspiraciones utópicas; trató de
refundar el Estado y se mantuvo ajeno de iniciar empresas tan descabelladas
como la propuesta por el telegrama Zimmermann, que Alemania envió a México,
incitando al país a invadir a los Estados Unidos para recuperar sus territorio
perdidos en 1848.
Tras la convención de Aguascalientes, se
enfrentaron sus líderes, ya que unos apoyaban una propuesta de gobierno (la de
Eulalio Gutiérrez), y otros, otra (la del propio Carranza). Fueron momentos de gran tensión entre Villa, Zapata
y Carranza. Vasconcelos, creía que la misión de dicha convención era la de
realizar los fines políticos y económicos de la Revolución mediante el ejercicio
de la ley y la fuerza.[9] Su
finalidad no se cumplió. Gutiérrez fue nombrado presidente, pero Carranza lo
desconoció. Se enfrentaron los villistas y zapatistas contra los carrancistas.
Al final, Carranza se impuso y dio paso a una nueva constitución política en
1917 y a su elección como presidente. Los combates siguieron. Zapata fue
asesinado en una trampa que le tendieron en Chinameca el 10 de agosto de 1919
Pablo González y el coronel Guajardo. La pacificación se logró hasta 1920, con
la propia muerte del presidente constitucionalista por traición de sus
compañeros (21 de mayo de 1920), el plan de Agua Prieta, el retiro de Villa a
la vida privada, la presidencia interina de Adolfo de la Huerta (mayo-diciembre
de 1920) y la sucesión presidencial obregonista, la cual fácilmente se impuso
frente al candidato maderista Alfredo Robles Domínguez, llevándose Obregón un
millón de votos y Robles apenas cincuenta mil.[10]
A
los ojos de Jean Meyer, la etapa que sucedió a la Convención de Aguascalientes,
y hasta la elección de Obregón, es decir, el período comprendido entre 1914 y
1920 fue un tiempo de turbulencias, de caos, pillaje, oportunismo. Tal momento se asemeja al instantaneísmo -que
menciona Villoro- de las hordas independentistas que siguieron a Hidalgo y que
mataban y saqueaban sin piedad. Las causas para luchar eran muchas y diversas:
había gente que luchaba porque era reclutada,
otra porque quería venganza
(contra el hacendado, el opresor, el
explotador o el bando que había matado a un pariente), otra por la paga, por
bandolerismo,[11]
por fidelidad al caudillo, por enfrentar a los invasores norteamericanos en
Veracruz (y luego, engañados, eran enviados contra villistas y zapatistas);
algunos peleaban porque estaban en contra del anticlericalismo de Carranza,
otros porque estaban con la utopía igualitaria y agrarista de Zapata, hasta había románticos militantes extranjeros
que tenían una causa “divina”. De acuerdo con S.G. Inman, miembro de la League
of Free Nations:
<<Cuando
comenzó la Revolución Mexicana, las iglesias protestantes se lanzaron casi
unánimemente a ella, porque creían que el programa de la Revolución
representaba lo que ellas predicaban desde hacía años y que el triunfo de la
Revolución significaba el triunfo del Gospel. Hubo congregaciones enteras,
conducidas por sus pastores, que se ofrecieron como voluntarias en el ejército
revolucionario […] numerosos predicadores protestantes estaban ahora en una
situación elevada en el gobierno mexicano>>.[12]
Paradójicamente,
para la Iglesia Católica, la Revolución era un fenómeno muy abominable, ya que afectaba
y perseguía al clero, como sucedió con el carrancismo y posteriormente con el
callismo. En consecuencia, hubo una condena del Vaticano a esos hechos, sus
leyes anticlericales, el laicismo del artículo tercero, la Constitución de 1917,y
a Carranza y Calles -sin mencionar los nombres de estos personajes- en las
encíclicas Iniquis
Afflictisque (1926) y Acerba
Animi (1932) de Pío XI.[13]
El
aura mítica de la Revolución, se expresaba no sólo en el romanticismo de
algunos mexicanos durante la cruda lucha, sino también en el de algunos
extranjeros. Los destellos del mito se podía observar en una gama de detalles,
como la entrada de Zapata en la Ciudad de México portando el estandarte de la Virgen de
Guadalupe,[14]
o en asuntos grandes como la reforma constitucional del 17, que se antoja como una re-fundación de carácter
mítico –además de jurídico- del orden social interumpido por Victoriano Huerta.[15] Y
es que, como comenta Krauze, citando al Laberinto
de la Soledad de Paz, la Revolución tuvo mucho de “una vuelta religiosa al
origen”.[16]
Y el origen está en la Independencia, por eso, Carranza aseveró en Querétaro:
“Tenemos que probar que…sabremos conservar nuestra independencia aun cuando
nuestra nación sea débil… tenemos demostrar que tenemos el poder suficiente
para restablecer solos la paz en nuestra República… A conservar ante todo la
integridad de la nación y su independencia… aspira la Revolución actual”.[17]
Pero también la Constitución proveyó de un
programa social al Estado, que le permitía justificar las políticas oficiales.[18]
La propia oficialidad instituyó a la Revolución. Sin embargo, había algo que se
omitía y Jean Meyer nos lo recuerda:
El
período de 1914-1920 no contempla la conquista de la independencia económica,
la guerra de los intereses bancarios, la reforma agraria (si hubo un
<<gran miedo>>, los campesinos no partiera a hacer la guerra a los
<<palacios>> y la revancha social no pasó más allá de la
apropiación momentánea de las haciendas por los jefes villistas y zapatistas).
Lo que ocurrió fue el desarrollo en caricatura de las estructuras económicas de
1910, la prosecución del crecimiento del sector de exportación: mina, petróleo
y productos agrícolas; el derrumbe de la agricultura de subsistencia; fue el
término del combate que oponía los intereses de los Estados Unidos a los
europeos, la agravación de la dependencia externa.[19]
Es una opinión común el suponer que la Revolución
Mexicana acabó en 1917 con su producto final: la constitución vigente, y todos
felices y contentos. Daniel Cosío Villegas, en cambio, consideraba que dicho
movimiento había terminado en 1920 en su faceta armada y en 1940, como
transformación social.[20] Así
pues:
De
1920 a1935 dos generales revolucionarios, originarios de Sonora, Álvaro Obregón
y Plutarco Elías Calles, gobernaron el país de una o de otra manera. Supieron
resolver el problema del poder, plantearon las reglas del juego político tal
como funciona hasta la fecha, y emprendieron la creación de instituciones
adaptadas a la nueva realidad mexicana, que su heredero Lázaro Cárdenas
terminaría entre 1935 y 1940. Más de una vez fueron puestos en dificultad y
debieron de aplastar dos graves rebeliones militares en 1923 y en 1929;
debieron conciliarse con los Estados Unidos, al precio de fuertes concesiones,
y su política religiosa estuvo a punto de destruir todo lo demás, provocando el
gran levantamiento de los cristeros
(1926-1929). Triunfaron gracias al control ejercido en el interior y al
apoyo estadounidense obtenido en el exterior.[21]
¿Cuál
es el criterio de la historia oficial para decir que con la Constitución se
cierra tal proceso social? ¿Por qué se omiten los tres años siguientes de
revueltas en las que son asesinados Felipe Ángeles y Zapata? ¿Por qué no decir
que acaba, cuando Obregón toma la presidencia? ¿Por qué no prolongarla hasta el
Maximato? ¿Sería excesivo decir que
parte de esos enfrentamientos armados detonados por el levantamiento de 1910
derivaron en la Guerra Cristera y que la pacificación vino mucho después de 1917?
Esta
última pregunta resulta interesante, implica a las anteriores y lleva a otra:
¿por qué se excluye el episodio de los cristeros de la Historia Oficial? Meyer
Señala que esto sucede porque la Cristiada fue un movimiento de reacción
popular contra lo que se ha llamado la Revolución Mexicana.[22]
El pueblo en contra de la Revolución, eso es difícil de explicar. Con esto se
toca el punto neurálgico del problema. No existe el pueblo como una unidad
homogénea que se enfrenta a las fuerzas opresoras del mal. De acuerdo con Meyer la idea de que el pueblo haya hecho la
Revolución es lo que constituye el mito
revolucionario.[23]
Por ejemplo: los zapatistas y los carrancistas estaban peleados entre sí. Ideológicamente y en retrospectiva fueron
integrados a la familia revolucionaria. Ahora bien, como los cristeros eran
contra-revolucionarios, no pudieron ser integrados, entonces históricamente
fueron ignorados o minimizados.[24]
A
lo anterior también se le puede sumar la crítica que hace Meyer del agrarismo,
ya que señala que aunque la hacienda podía tener endeudados a sus miembros, no
eran todas las haciendas y como estructura económica funcionaban bien. Dice
Meyer que la situación real de las haciendas de aquella época estaba a medio
camino entre la leyenda negra y su descripción paradisiaca, pero que su
satanización vino de la literatura hostil que se creó para justificar la
política agraria e intervencionista del gobierno.[25]
Más aún, el medio rural mexicano estuvo dividido entre los agraristas y los
no-agraristas sin tener una solución definitiva a los problemas del campo. Esto
denota que no era un interés universal la repartición agraria, a pesar del
zapatismo y el agrarismo de Orozco. Señala Meyer que: “La ideología oficial
tiene por tarea volver universales, por la enseñanza y la historia, los proyectos particulares de grupo, y la
hegemonía revolucionaria se organiza alrededor del Estado intervencionista”.[26]
También señala que la revolución como cambio social puede ser ficticio, ya que las
élites (los Científicos, financieros, propietarios) salvaron lo esencial, los
generales que se avinieron al gobierno durante y después de la Revolución
ocuparon puestos de gobierno que les dieron movilidad social, como sucedió
apenas iniciado el porfiriato; la clase media, proveniente de la burocracia y
el comercio, surgió lenta y tardíamente en las urbes, pues los grupos obreros
no eran su fuente, pues éstos eran pequeños y explotados; y los pobres del
campo siguieron siendo pobres.[27]
En el ámbito político también la revolución se mitifica. Aquel movimiento hecho
para quitar una dictadura, con un apóstol creyente de la democracia, defensor
del sufragio efectivo y la no reelección, derivó en la instauración de un
régimen político presidencialista, corporativo y autoritario que derivó en la
creación de un partido de estado (que llevó el nombre del PRI desde 1946), la
famosa “dictadura perfecta” de temple caciquil: “El cacique revolucionario
nació de la influencia de las necesidades del Estado y de las necesidades
personales del grupo que se había apoderado de él. Encarna la sed de poder y el
hambre de riquezas que la revolución despertó o estimuló entre los frustrados
del Porfiriato”.[28]
Por eso, es que con severidad crítica Meyer sostiene la hipótesis de que el
resultado de la Revolución es un régimen porfirista reformado.[29]
El
carácter romántico de una revolución campesina, espontánea, nacional e igualitaria de la revolución tiene que ver
con la visión romántica de un extranjero: Frank Tannenbaum, uno que era fiel a
las ideas anarquistas de Piotr Kropotkin, que estaba inspirado en las ideas de
Molina Enriquez y que definitivamente estaba enamorado de México. Tannenbaum en su libro Peace and Revolution, publicado en 1933, lanzó una interpretación
histórica que a los líderes revolucionarios
les sentó muy bien y le dieron gran promoción, pues él: “Vería ésta [la
Revolución] como una gesta popular anónima llevada a cavo contra las haciendas
y el poder central por parte de decenas de pueblos libres cuya vocación
centenaria era permanecer fieles a su cultura, a su identidad, a su tierra”. [30]
Esto
nos lleva a ver menos ingenuamente el asunto del alcance y comprensión de la
Revolución, pues como dice Meyer: “En su deseo de prevenir toda subversión, la
clase política experimenta un cierto miedo de la historia y se forma, a partir
de hechos seleccionados e interpretados, una doctrina educativa que quisiera
inculcar a los mexicanos una historia escrita para crear una mitología que
integre todo el pasado”.[31]
Pareciera
que el límite escogido a partir del Constitucionalismo tiene que ver con esa
dimensión mítica de instauración de un orden que el Estado en retrospectiva
promovió. Por eso, para el historiador Pedro Salmerón la Revolución Mexicana
fue “[…] el hecho fundador y definidor del México contemporáneo”.[32] Mas
esta visión no se queda sólo en Salmerón, la Revolución fue el gran mito
político mexicano:
[…]
hubo un país que conservó intacta la mitología revolucionaria a todo lo largo
del siglo XIX y XX: México. Cada ciudad del país y casi cada pueblo tienen al
menos una calle que conmemora la Revolución. La palabra se usa todavía con una
carga de positividad casi religiosa, como sinónimo de progreso social. Lo bueno
es revolucionario, lo revolucionario es bueno. El origen remoto de este
prestigio está, por supuesto, en la Independencia: México nació, literalmente,
de la revolución encabezada por el primer gran caudillo, el cura Hidalgo. Pero
la consolidación definitiva del mito advino con la Revolución.[33]
Pero,
además, la Revolución se convirtió en el gran discurso de los gobiernos inmediatos
y posrevolucionarios; su programa se institucionalizó. Al ser nombrado
secretario de Educación José Vasconcelos se emprendió una campaña tremenda de
alfabetización (que incluía una biblioteca en cada pueblo con una colección
de 50 libros y que fuera transportable a
lomo de burro) y educación rural orientada al cultivo regional, conservación de
las frutas, cría de aves, explotación de derivados de la leche, y una enseñanza
de nociones de geografía, meteorología, contabilidad y derecho de propiedad.
Así México podría descubrirse a sí mismo y dejaría de imitar mal a otros
países.[34] También
entre 1920 y 1924, Vasconcelos apoyó a
la pintura mural en varios edificios públicos del país. Los artistas apenas
culminada la violencia, durante los gobiernos de Adolfo de la Huerta y de
Álvaro Obregón, cantaban la revolución,
se organizaron coros, orquestas y actividades dancísticas en los barrios y en
lugares como el Bosque de Chapultepec,
se escribieron grandes poemas como la Suave Patria de Ramón López Velarde y magníficas narraciones
plásticas muralísticas de Diego Rivera, José Clemente Orozco, Fermín Revueltas,
David Alfaro Siqueiros.
Los
mismos intelectuales, como Manuel Gamio,
Daniel Cosío Villegas se unen a la campaña educativa vasconcelista de una
nación, la cual, ganó confianza en sí misma y aprecio por sus raíces, y de
paso, obtuvo el reconocimiento internacional.[35]
Sin embargo, con la renuncia de Vasconcelos en 1924, tal movimiento se frenó de
tajo, pero alcanzó a crear un modelo de mexicanidad con fuertes pinceladas
revolucionarias en el imaginario popular.
En
ese ambiente de optimismo, le toca al propio Obregón celebrar también un
centenario, pero ahora el de la consumación de la Independencia (1921). Si
bien, no hubo festejos especiales, las ovaciones durante el grito fueron
estruendosas.[36]
Sin
embargo, en pleno centenario de la consumación de la Independencia, la
Revolución todavía no acababa. Obregón para afianzar su gobierno, y
especialmente la sucesión presidencial de su elegido, Plutarco Elías Calles, en
1923 realizó una serie de maniobras drásticas: reconoció la deuda externa con
E.U.A., concedió privilegios a la compañía petroleras estadounidenses y mandó
matar al Padre Pro y a Francisco Villa (20 de julio de 1923). Tal vez esas
acciones provocaron el levantamiento de Adolfo de la Huerta y algunos
seguidores suyos durante un tiempo: diciembre de 1923 a abril de 1924.
Finalmente la revuelta fue frenada. Se dieron las elecciones presidenciales y
Calles le ganó al general revolucionario Ángel Flores, en unas manipuladas
elecciones que arrojaron un millón
trescientos mil votos para el ganador contra doscientos cincuenta mil votos
para el perdedor.[37]
Si bien se había respetado la no-reelección, no se había honrado el sufragio
efectivo de Madero.
A
Calles le tocó mantener un equilibrio entre las fuerzas disidentes del ejército
y el recién surgido sindicalismo obrero de la CROM (creada en 1918). Para
seguir teniendo el apoyo a su gobierno, al interior creó un partido único el
Partido Nacional Revolucionario (1929), y al exterior, se distanció del
comunismo y de Rusia, para tener contentos a los estadounidenses. Permitió la
creación del Banco de México, por iniciativa de Gómez Morín (1925). Eso permitió regular un poco la situación
financiera, que en ese momento era muy dependiente de las exportaciones de la
minería y del petróleo, la agricultura estaba en crisis y entre 1925 y 1929 una
cifra de 476 mil mexicanos migró a los E.U.A. A nivel simbólico la importancia del Banco de
México fue mucha, ya que contribuyó al relato gráfico de los mitos políticos.
Dicho banco se topó con la desconfianza de la gente ante el papel moneda y su
aceptación, en un principio fue voluntaria y opcional. Hubo una primera serie
de billetes emitida entre 1925 y 1934, que duró prácticamente todo el Maximato,
que constaba de las denominaciones de 5, 10, 20, 50, 100, 500 y 1000 pesos. Eso
permitió, que posteriormente el banco de México emitiera una segunda serie que
circuló entre 1936 y 1942 con nuevos diseños que incorporaron por primera vez a
los próceres patrios, ya durante la época del cardenismo.[38]
En
consecuencia, podemos decir que lo más importante, fue que Calles se convirtió en un artífice de una
unidad nacional y un concepto identitario:
Realizador
implacable de la unidad, por el hierro y por el fuego, integró, incluso
negativamente, a la nación mexicana. La reforma agraria, las carreteras, las
escuelas y la guerra son los medios utilizados al igual que el control de la
prensa y la utilización de la radio. Una intensa propaganda hecha en el
extranjero aseguró la fama del régimen que movilizó las energías contra las
fuerzas del mal, siempre extranjeras: chinos del noroeste,
<<rojos>> de Moscú y <<negros>> del Vaticano. El
nacionalismo moderno, separado de la hispanidad y elaborado sobre los valores
morales y sociales estadounidenses, nació en esta época al igual que la noción
de <<mexicanidad>>.[39]
Plutarco Elías Calles, con la radicalidad de
sus reformas, parecía querer refundar a la nación, pero la orilló –debido a la
prohibición pública del culto- a la guerra cristera, la cual generó entre
setenta mil muertos y doscientos cincuenta mil muertos,[40]
cifra nada desdeñable ante el posible millón de muertos causado por la
Revolución[41]
o las seiscientas mil bajas especuladas de la Guerra de Independencia.[42]
Para colmo, el presidente electo Obregón (de nuevo se había lanzado a la
presidencia) había sido asesinado.
Emilio Portes Gil fue nombrado presidente
interino, Calles, el fundador del nuevo partido, se erigió como el Jefe Máximo
de la Revolución. Vinieron las siguientes elecciones. José Vasconcelos contendió y causó en su campaña mucho furor.
El candidato oficial fue Pascual Ortiz Rubio. Ganó a través de un magnánimo
fraude. Vasconcelos decepcionado partió al exilio.
Se estaban fincando los cimientos del
autoritarismo y monopolio partidistas que siguieron ese momento. Sorprendentemente,
Ortiz Rubio, trató de apuntalar el poder presidencial ante la autoridad
efectiva del Jefe Máximo. Pero,
De
1929 a 1935, detrás de los presidentes que se suceden, el hombre fuerte es
Calles, al que llaman ahora Jefe Máximo de la Revolución. F.D. Roosvelt y su
embajador lo decían a despecho de todo protocolo. No se disimulaba siquiera y
se imponía a la gente del PNR en todos los puestos de diputados y gobernadores.
Los agentes de la función pública estaban obligatoriamente inscritos en él y se
descontaba de su salario la cotización. Los ministros tomaban órdenes en casa
de Calles y el presidente burlado trataba en vano de hacerse respetar.[43]
Es
preciso mencionar que respecto a las fiestas patrias, en el breve gobierno de
Ortiz Rubio hubo una innovación: “Por primera vez en la historia, en 1930 se
transmite el Himno Nacional a todo el país; en punto de las 23 horas, todas las
radiodifusoras de la República Mexicana interrumpen su programación para tal
fin, y en cadena llevan a todas partes el Grito”.[44]
La recién instituida Revolución no se olvidaba de Independencia, del origen de
todos los orígenes. El grito gozó de gran difusión.
Pero, volviendo a la problemática
posrevolucionaria, al no lograr poner distancia a Elías Calles, renunció,
prefirió evitar la violencia y cedió pasó al interinato de Abelardo Rodríguez, quien se dedicó a administrar y no
a hacer política. Pero si bien la lucha armada había terminado, para muchos, la
revolución todavía no había terminado. Vicente Lombardo Toledano decía que se estaba ante una fase psicológica
de la revolución, en la que se tenía que acabar con los prejuicios y formar el
alma nacional, llegaron ideas socialistas que consideraban la revolución algo
por venir, asociado más a la experiencia
de la libertad en sociedad que a la violencia armada.[45] El
mismísimo Calles era de esa opinión y lanzó el “grito de Guadalajara” que
decía: “La Revolución ha concluido; sus eternos enemigos la amenazan […] hay
que entrar por eso en esta nueva etapa que yo llamaría la revolución
psicológica. Debemos penetrar y apoderarnos de las conciencias de la infancia,
de la juventud, porque son y deben ser de la revolución […] de la colectividad”.[46]
Tal
sentencia mostraba la clara intención mitificante del Estado sobre la
Revolución. Su enemigo ideológico era la
Iglesia bajo la interpretación de Calles. Tras la atacaron Iglesias, disminuyó
el número de sacerdotes autorizados y se reformó el artículo tercero
constitucional para impartir una educación “socialista”, la cual duró de 1934 a
1937, fecha en la que Cárdenas se deshizo de Calles y concilió con la Iglesia.
No
se puede negar que las ideas socialistas renovaron los ideales revolucionarios
de algunos políticos hijos de la lucha armada, como le fue el caso del próximo
presidente Lázaro Cárdenas, quien leyó al propio Marx.[47]
Aunque era un ”socialista” no estaba casado con la Unión Soviética o el
dogmatismo de izquierda. De hecho, para Jean Meyer era un pensador pragmático
sin ideología. Eso lo llevó al distanciamiento con Elías Calles, la remoción de
los políticos y militares callistas, la reforma del PNR y su conversión en el
Partido de la Revolución Mexicana, la repartición agraria, la creación de la
CNC, al fomento de la educación pública, al apoyo del movimiento obrero, una
mayor tolerancia de la libertad de expresión y la nacionalización de algunos
servicios y bienes (especialmente la expropiación petrolera del 18 de marzo de
1938), que era motivada por nacionalismo que concebía a la Revolución como un
reclamo de afirmación nacional tanto en el ámbito económico, como en el
cultural. Por eso se apoyó el arte revolucionario, como por ejemplo el
muralismo; se divulgaba el cine de Fernando de Fuentes, que en la década de los
treinta había filmado “Vámonos con Pancho Villa y “El Compadre Mendoza”; se
solicitaron y premiaron novelas que defendieran los triunfos de la revolución y
que no le dieran el matiz trágico de Martín Luis Guzmán y otros. La cultura
revolucionaria respondía a una historia oficial. Por eso, comenta Enrique
Krauze: “En la imagen que el Estado revolucionario se hacía de sí mismo y la
que proyectaba a los demás, no existía huella alguna del pasado colonial, ni
del porfiriano, dos zonas negras de la historia. Supuestamente, su única
filiación remota y simbólica lo enlazaba con los aztecas. Y su único puente
histórico con la independencia y la Reforma”.[48]
El
discurso revolucionario hacía uso del discurso independentista para
justificarse y para apelar a las soluciones. En 1940, cuando la sucesión
presidencial había ocasionado tensiones entre Manuel Ávila Camacho y Juan
Andrew Almazán, el propio Lázaro Cárdenas decidió dar el grito en el atrio de la parroquia de Dolores, Hidalgo
y dio un discurso que apelaba al simbolismo de la Independencia en una
armoniosa fusión con el simbolismo de la Revolución Mexicana:
Desde la ciudad
de Dolores Hidalgo, cuna de la Independencia Mexicana, nos dirigimos a todos
los mexicanos, tanto a los que se hallan dentro de la República como a los que
se encuentran en el extranjero, invitándolos a fortalecer el espíritu de unidad
nacional, desechando todo motivo de interés que no sea el beneficio directo de
la Patria misma […] hemos creído que la mejor manera de conmemorar esta fecha,
que marca ciento treinta años de vida independiente, es no sólo glorificando a
la figura inmortal de Hidalgo, en el lugar mismo donde vivió, soñó y sufrió por
la independencia y en donde su generosidad revolucionaria, adelantándose a su
tiempo, marcó el primer impulso del movimiento agrarista, sino también haciendo
breves consideraciones sobre el momento actual de México, deteniéndose en esta
grave hora para el mundo, con objeto de reiterarles a todos los mexicanos
nuestro llamado a la unificación, a la paz y el trabajo. Es así como
consideramos que debe honrarse a los Héroes, haciendo vivos sus esfuerzos, sus
ejemplos y enseñanzas. La Nación debe tener confianza en que se mantendrá la
paz de la República por la fuerza moral de las instituciones que nos rigen.
Hacemos votos en esta fecha solemne porque se cumpla íntegramente el camino de
mejoramiento colectivo señalado por la Revolución Mexicana. Hacemos votos por
la paz y la libertad del mundo, así como por la solidaridad efectiva de los
pueblos del Continente.[49]
México estaba ya frente a una revolución
mítica para evitar más revoluciones. Así
sucedió con los demás gobiernos surgidos del partido revolucionario. A la
Revolución se le atribuía el surgimiento de nuevas instituciones económicas
(finalización de las haciendas) y políticas (la efectiva no-reelección), la
nueva red de carreteras, obras de irrigación, escuelas, servicios públicos, los
bandos religiosos y anti-religiosos habían logrado coexistir de una manera
tensa, pero efectiva, el analfabetismo había sido reducido del 84 al 52 por
ciento. Al respecto dice Krauze: “Cualquiera que hubiese vivido en México
durante las fiestas del Centenario –y bastaba tener cuarenta años de edad para
ello- podía constatar que se habían producido notables cambios”.[50]
Esos
cambios eran interpretados como una mezcla de intervención divina y humana que
integraba las diversas etapas de la historia de México (aunque sólo estaba
dispuesta a aceptar la legitimación del pasado indígena, independentista, el
liberal y, por supuesto, el revolucionario):
El
pueblo no creía demasiado en los cambios venidos de la mano del hombre, sino de
la de Dios y la naturaleza. Sabía que el gobierno provenía de la Revolución y
no ponía en duda su derecho de mandar. Quienes contestaban afirmativamente
aquellas preguntas eran los revolucionarios, muchos de ellos todavía vivos en
1940. Participantes, simpatizantes, veteranos y aspirantes, generales,
escritores, abogados, incluso las voces disidentes se sentían parte de la
Revolución. Eras <<los otros>>, los <<malos
revolucionarios>> quienes la había traicionado, desvirtuado, incumplido,
desviado, corrompido. En 1940, la Revolución, esa inmensa promesa seguía
vigente.
La
revolución terminó convirtiéndose en el gran mito del siglo XX mexicano no sólo
por la traumática experiencia de sus años de guerra, por el atractivo romántico
de sus caudillos, por el vértigo destructivo que llegó hasta 1940 o por el
impulso constructivo que comenzó a apuntar desde 1920, sino también por un
rasgo específico: su originalidad cultural. Como la planta del maguey, la
Revolución nació y se nutrió de la tierra de México. Para encontrar su rostro
no volteó hacia afuera y adelante, sino hacia dentro y atrás.
[…]Los
periódicos publicaban diariamente testimonios, recuerdos, versiones, ataques y
contraataques de los sobrevivientes. Las casas editoriales sacaban a la luz
memorias de los veteranos. Esta vigencia era natural: los generales
revolucionarios era todavía los amos y señores del país. La Revolución, ese
gran mito fundacional, seguía ocupando la imaginación colectiva de México.
Hacia
1940, la Revolución se había transformado ya en un Estado poderoso. La fuerza,
el prestigio y la vocación del Estado provenían de la propia lucha
revolucionaria, pero su legitimidad residía igualmente en los varios estadios
históricos cuyos hilos, sorprendentemente, recogía. En la cultura política de
México, seguían vigentes el Estado nacional juarista y el Estado
<<integral>> porfirista, aunados, en una resistente urdimbre, a
entramados mucho más antiguos, virreinales.
El
Estado revolucionario retomó de manera implícita la vocación tutelar del poder
característica del siglo XVI. El proyecto igualitario de la Constitución de
1917, y la noción misma de una <<justicia social>> en la que el
Estado tutela provee y protege a las clases desvalidas recordaba nítidamente a las leyes de Indias.
El Estado revolucionario asumía para sí una responsabilidad opuesta a la del
árbitro imparcial del esquema liberal. Acusando mucho más los rasgos
paternalistas del régimen porfiriano, asumía una terea de manumisión social. [51]
Si
podemos considerar que la revolución terminó su proceso con Cárdenas,
definitivamente su mito fue más allá, tanto en su modalidad revolucionaria como
en la independentista. Ya durante el
gobierno de su sucesor, Manuel Ávila Camacho, las tensiones políticas internas
fueron solucionadas con el corporativismo que dio paso del Partido Nacional
Revolucionario al Partido Revolucionario Institucional. La revolución seguía
siendo la justificación del Estado y su Partido Político. Las tensiones
internacionales llevaron a México, en cambio, a incorporarse a la Segunda
Guerra Mundial. Para tal decisión –la declaración de guerra fue el 23 de mayo
de 1942- bastó el hundimiento de los
buques petroleros Faja de Oro y Potrero del Llano, la apelación por un
panamericanismo y un nacionalismo que creó como símbolo de patriotismo al ex
profeso creado Escuadrón 201 y al propio grito de Independencia:
El
paso decisivo hacia la <<unidad nacional>> lo dio el presidente en
septiembre de 1942, cuando convocó a todos los ex presidentes a aparecer unidos
junto a él el 15 de septiembre. Sobre un gran templete construido para la
ocasión en el Zócalo de la capital, aparecieron Abelardo L. Rodríguez, Pascual
Ortiz Rubio, Adolfo de la Huerta, Emilio Portes Gil, sin faltar a izquierda y
derecha de Ávila Camacho, respectivamente Lázaro Cárdenas y Plutarco Elías
Calles.[52]
La
cooperación con Estados Unidos, cambió la imagen de la tensa relación con la
nación vecina, derivada de sus incursiones militares del siglo XIX y XX (en
1914 los marines invadieron Veracruz) y su perene amenaza a la independencia de
la nación mexicana. El acercamiento se dio con Ávila Camacho, pero la relación
mejoró con Miguel Alemán, quien incluso invitó a los capitales norteamericanos
a invertir en México. El mexicano fue visto con buenos ojos por Walt Disney y
en correspondencia, el cine mexicano introdujo la figura del gringo bueno a sus
películas. El impulso a la industria fue mucho, pero estuvo lleno de
corrupción, nepotismo y complicidades. Por esa razón el filósofo social Frank
Tannenbaum profetizó en su libro Mexico:
the struggle for peace and bread que la industrialización del país estaba
destinada al fracaso y que erraba respecto al camino trazado por la Revolución,
la cual para él, era una gesta popular y anónima contra los hacendados y el
poder central. Consideraba que el modelo para México no eran los E.U.A., sino
países rurales de pequeñas comunidades, pero prósperos, como Suiza y Dinamarca.[53] Tal obra, publicada en 1950, cayó pesada a la
administración alemanista.
Al
interior también hubo señales de advertencia similares. Daniel Cosío Villegas,
uno de los grandes intelectuales de la posrevolución, en un artículo preludiaba
la muerte de la Revolución, que irónicamente se convirtió en una variante más
del mito y no en la profecía de su finalización. Señalaba que México vivía una
crisis ya que las metas de la revolución se habían acabado, que ella carecía de
sentido, y que los grupos políticos perseguían sólo sus fines personales.[54] Su
voz, al parecer, no tuvo mucha resonancia, a pesar de que Rodolfo Usigli hizo
eco de tales palabras y causó ruido con la obra de teatro el Gesticulador, que se estrenó en 1947 en Bellas Artes y que
fue censurada por el gobierno del siguiente sexenio, el de Miguel Alemán Valdés,
el apodado “cachorro de la Revolución”, quien, haciendo honor a su mote,
protegió a la Revolución, sabiéndose él
hijo de un general revolucionario: Miguel Alemán González.
El
recién formado PRI se volvió en una máquina de justificación de elecciones
simuladas, que operaban según el “tapadismo”
(que para gozar de sus beneficios había que pertenecer a la “familia
revolucionaria” y escalar puestos dentro de la corporación). Para lograr tal
justificación el acto de la votación, de la elección debía ser mistificado, y
esa sacralización fue criticada y considerada como un problema político de la
Revolución Mexicana por Narciso Bassols.[55] No es de extrañar, entonces, que el PRI también fuera un instrumento confeccionador de
la retórica revolucionaria:
Pasada
la <<grande>>, en abril de 1947, el general Rodolfo Sánchez
Taboada, activo presidente del PRI, dio a conocer su plan de acción:
<<…ilustrar al pueblo sobre el contenido de la Constitución… emprender
una campaña en pro del respeto y la obediencia a la ley… orientación cívica del
pueblo para orientar la responsabilidad del ciudadano…>> En el primer
Comité Ejecutivo Nacional del PRI (instalado el 5 de diciembre de 1946), había
dos futuros presidentes de México: el segundo secretario, Adolfo López Mateos,
que muy pronto pasaría a ocupar su curul en el Senado, y un joven licenciado de
veintiséis años, Luis Echeverría, a quien se encargaría la Secretaría de
Prensa. Entre sus funciones estaba la organización de los juegos florales de la
Revolución, el primer concurso de oratoria del PRI y un certamen sobre la
historia de la Revolución mexicana.[56]
Parte
de estos símbolos nacionalistas, que fueron usados para promover el
oficialismo, o incluso, para burlarse de la edad del presidente Adolfo Ruíz
Cortines fue la figura del sargento De la Rosa, quien en aquella época contaba
con 112 años de edad y era Superviviente de la Intervención Francesa.[57]
Tal sargento era un símbolo viviente del
héroe que arriesga la vida por la independencia de la nación. Había sido
parte del pelotón que ejecutó a Maximiliano. Vivió en la Ciudad de México,
empobrecido y se mantenía por el salario que el presidente Cárdenas le dio al
volverlo a insertar al ejército.[58]
Pese
a que Ruiz Cortines no tuvo especial deferencia con él, sí fomentó el culto a
los héroes muertos, sus luchas y el símbolo patrio: la bandera. Para ello,
revitalizó el programa radial creado por Cárdenas: La hora nacional. Así pues: “Con el fondo musical del
<<Huapango>> de José Pablo Moncayo –una de las composiciones más
célebres del nacionalismo musical mexicano-, una voz grave se oía a lo
lejos: <<Soy el pueblo, me
gustaría saber>>. Enseguida se narraban y representaban cuadros
históricos, hechos heróicos, vidas ejemplares de los grandes liberales y revolucionarios[….]”.[59]
De
su actividad como estadista, podemos decir que Ruiz Cortines siguió las
políticas industriales y empresariales de Alemán. Incrementó la subordinación
de todos los actores políticos a la figura presidencial. Se dedicó a proteger
el legado revolucionario. Combatió la corrupción sin encarcelar a ningún
funcionario y devaluó la paridad peso-dólar de 8.50 a 12.50 pesos por dólar.
Aunque tal devaluación fue drástica, no hubo ninguna otra devaluación hasta
1976.[60] Le
tocó enfrentar un pequeño levantamiento armado de seguidores de un viejo
general revolucionario: Henriquez Guzmán. Ellos consideraban que la revolución
había sido traicionada desde el gobierno de Alemán. Estaban asociados a la
Federación de Partidos del Pueblo. Atacaron un cuartel militar el Ciudad
Delicias, Chihuahua. Dicha federación fue disuelta y sus miembros expulsados
del PRI y agrupados en un débil y simbólico partido, el Auténtico de la
Revolución Mexicana (PARM).[61]
Ya
hacia el final del sexenio de Ruiz Cortines, su sucesor, Adolfo López Mateos,
le tocó pronunciar un discurso el día del Centenario de la Constitución del
1857 el día 5 de febrero de 1957. Dio un discurso que, en realidad exaltó la
constitución de 1917, la de los revolucionarios, causando revuelo con la frase
“La Constitución no es sólo nuestra ley, sino nuestro escudo y nuestra
bandera”.[62]
La Reforma se subordinaba a la Revolución. Cualquier conmemoración
cívico-histórica se convertía en un motivo revolucionario. Cosío Villegas
reaccionó en contra de tal discurso, pues la constitución del 57 introducía los
derechos políticos que el sistema político actual no respetaba y sólo fingía
hacerlo.[63]
López
Mateos era un orador y sabía dar discursos. Sin embargo, cuando se hizo
presidente, parece que el poder de persuasión no fue suficiente con algunos
sectores. Varios sindicalizados, desde la transición presidencial estaban
protestando. Se le sumaron estudiantes, incluso el general obregonista
Celestino Gasca, anunció que se levantaría en armas el 15 de septiembre de 1961
para derrocar al gobierno. La fecha era muy simbólica, pero la estrategia fue
muy torpe, dado que fue arrestado por el ejército.[64]Los
intelectuales no se quedaron atrás, y se
incorporaron a las protestas, al Frente de Liberación Nacional, auspiciado por
Cárdenas, ya desde 1945 había organizado un Congreso de Crítica de la
Revolución Mexicana. Empezaron a destacar Octavio Paz, Carlos Fuentes,
Monsivais, entre otros jóvenes intelectuales. Ellos no negaban la Revolución, no le querían
poner fin, más bien criticaban que había sido corrompida, desviada. Muchos de
ellos vieron en la Revolución Cubana una forma de defensa y reivindicación de la Revolución Mexicana.
Coqueteaban con el socialismo.[65] Pero ellos no eran los únicos coquetos. López
Mateos coqueteó con la izquierda y la derecha y las clases medias. Por un lado,
construyó unidades habitacionales, nacionalizó la industria eléctrica, alabó la
revolución cubana, ganó en litigio la devolución de territorio del Chamizal por
parte de E.U.A. en 1963 (gran símbolo de una reivindicación histórica, aunque
francamente ilusorio); por el otro lado reprimió y encarceló a líderes
sindicales, campesinos y estudiantiles, se alineó con los Estados Unidos en la
Condena de Cuba por no ser democrática y por la posesión de misiles nucleares
en su territorio, y fue desestructurando a la Movimiento de Liberación Nacional.
Cárdenas protestó simbólicamente, pero con mucha cautela y discreción: “Un 15
de septiembre asiste como un ciudadano más a la celebración del
<<Grito>> de independencia en el Zócalo de la ciudad de México.
Aquella noche llovía y algunos agentes de tránsito lo invitaron a pasar al
Palacio Nacional. Cárdenas les agradece la deferencia, pero no acepta”.[66] Y
a pesar de que la popularidad de Cárdenas pesaba, también López Mateos había
logrado la suya, especialmente ganada a través del buen crecimiento económico
del país, que crecía a un índice del 6 por ciento anual. Y para lograr un mejor
asentamiento de la mitificación política de la historia –y tal vez sin proponérselo expresamente- creó
la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos e inauguró importantes
museos, como el Museo del Virreinato, y
el Museo Nacional de Antropología e Historia.[67]
Al
venir la sucesión presidencial, designó como el siguiente a su secretario de
Gobernación: Gustavo Díaz Ordaz. Él era muy formal, estricto, e intolerante a
cualquier oposición al presidente. Surgió la guerrilla campesina de
afiliaciones marxistas y fue combatida duramente con una guerra sucia. La
prensa que era oficialista desde Ruiz Cortines, se volvió más servil en su
sexenio. Incluso hasta la editorial cultural del gobierno fue reprimida, pues
al presidente no le había gustado la publicación de Los Hijos de Sánchez. En consecuencia, el director del Fondo de
Cultura Económica fue destituido. Declarado anticomunista y conservador en la
religión, logró que la Iglesia mexicana de 1968 hablara bien de la Revolución
Mexicana.[68]
La razón de la renuencia de la Iglesia hacia la Revolución no estaba tanto en
una razón teológica, como en una razón histórica: el anticlericalismo de
algunos de los dirigentes revolucionarios. Pero tal tema ya había sido
superado. Lo que no estaba superado y había surgido con rapidez fue un problema
entre estudiantes y policías que llevó a una gran protesta estudiantil y de
grupos de izquierda, que fue reprimida militarmente. El secretario de
Gobernación Luis Echeverría calificó tales actividades como producto de un
interés mezquino e ingenuo que pretendía desviar el movimiento ascendente de la
Revolución mexicana.[69]
Era el 68 mexicano. Díaz Ordaz creía que se trataba de una conspiración
internacional y de grupos radicales de izquierda. Temía que la inconformidad
que se daba en la Ciudad se contagiara al campo y ahí sí había condiciones para
que estallara una revolución armada en el país, según el testimonio de Víctor
Gallo, profesor que había hablado con el presidente.[70] La Revolución Institucional temía a la
revolución. Qué irónico. El movimiento había iniciado en julio y en septiembre
tocó la celebración de la Independencia. Como la represión gubernamental había
crecido, el discurso se mostró conciliador. La supuesta falta de respeto a la
nación por el izamiento de una bandera roji-negra en el asta de la bandera
mexicana, fue “reivindicada” con la marcha del silencio del 13 de septiembre y
homenajes el día 15 en C.U. y el I.P.N:
El
15 de septiembre una festiva multitud llena la explanada de Ciudad
Universitaria. Los estudiantes rebeldes festejan la Independencia. Se organiza
una quermés en la cual hay <<casamenteros>>, y Heberto Castillo
juega a la manera tradicional a casar parejas. Hay risas, canciones, fritangas,
juego, <<relajo>>. De pronto surge la propuesta de que el propio
Heberto Castillo dé el <<Grito>>. Lo da, en efecto, resuena el
<<¡Viva México!>>, sigue por varias horas un ambiente de fiesta,
una fiesta de libertad. Las parejas se abrazan en la explanada, ríen.[71]
El
bando oficial también festejó la Independencia, pero con cautela. Creyendo que
los estudiantes podrían hacer algo, el 16 de septiembre no se izó la bandera
mexicana en la Catedral, como en otras ocasiones. Equivocadamente había corrido
el rumor de que en la catedral se había izado la bandera rojinegra de los
estudiantes, quienes no habían hecho eso, pero sí habían repicado las campanas
de la catedral el 27 de agosto.[72]
Gobierno
y disidentes, ritualizaron el mito independentista en una breve tregua, que se
rompió al ocupar el ejército la Universidad el 18 de septiembre. La desocuparon
hasta el 30. Luego, vino la terrible masacre del 2 de octubre de 1968 a unos
días de las Olimpiadas, a un mes de la celebración de la Revolución mexicana. Esa
matanza estudiantil hirió al sistema político revolucionario, una herida de
muerte, según Krauze. Una segunda herida, la infligió Luis Echeverría Álvarez,
que al suceder en el poder a Díaz Ordaz, realizó tanto una segunda masacre el
10 de junio de 1971, como una irresponsable y populista política económica,
llevando a una devaluación de la paridad peso-dólar de 12.50 a 25 pesos por
dólar y aumentando considerablemente la deuda externa de 8 mil a 26 seis mil
millones de dólares.[73] No
en balde Cárdenas murió decepcionado en 1970 de las desviaciones del programa
revolucionario.[74]
Si los rituales mágicos que hicieron algunos indígenas para revivir al Tata
Cárdenas hubieran funcionado, éste se hubiera vuelto a morir rápidamente con
los desatinos del siguiente presidente: José López Portillo. El sistema
político siguió en picada debido a una inocente apuesta a la revaluación del
peso y a una sobrevaloración de la riqueza petrolera que combinadas ambas con
una irresponsable inversión pública,
incrementó la deuda externa a 80 mil millones de pesos y que
devaluó la paridad peso-dólar de 22 a 70
pesos por dólar.[75]
Duro
reto se enfrentó el siguiente presidente priísta: Miguel de la Madrid. No sólo
le tocó afrontar una economía en crisis total por las devaluaciones del 76 y el
82, sino también tuvo que lidiar con dos tragedias, que en conjunto dejaron
miles de muertos: la explosión de los depósitos de gas de San Juanico y el
terremoto del 19 de septiembre de 1985. Suavizó el totalitarismo, permitió
incluso algunos triunfos electorales a nivel municipal, pero no consolidó ni la
democracia, ni la renovación moral que prometió en su campaña. Aunque fue
austero en el manejo de los recursos, heredó una deuda de 102 mil millones de
dólares, un crecimiento prácticamente del cero por ciento la economía, una
paridad peso-dólar de 925 pesos por dólar y una caída salaria del 8.6 por
ciento.[76] La gente estaba agraviada, enojada. Pero el
discurso oficial mitificante tenía que seguir. Fue cuidadoso de exaltar
excesivamente al discurso revolucionario. Se apelaba a los años de paz social
conseguidos. Se explotó el patriotismo en la imagen de la selección mexicana,
la Chiquitibum y de Pique, la mascota del mundial de futbol que se celebraría nuestro
país en 1986, y que servirían de una válvula de escape, al menos momentánea,
para las inconformidades existentes. También,
el 24 de febrero de 1984 expidió la presidencia una ley que declaraba
como símbolos patrios de los Estados Unidos Mexicanos al escudo, la bandera y
el himno nacional.[77]
No
obstante, la siguiente elección presidencial fue difícil para su tapado Carlos
Salinas de Gortari, quien se enfrentó a un priísta que había abandonado sus
filas para lanzarse por su cuenta y era además hijo del Tata Cárdenas:
Cuauhtémoc Cárdenas. Al parecer, perdió
las elecciones por primera vez el partido de la Revolución Institucional y tuvo
que recurrir a un fraude electoral con la supuesta caída del sistema
electrónico de conteo de votos en la Secretaría de Gobernación. Cárdenas pactó
con Salinas, aceptó el triunfo y formó el Partido de la Revolución Democrática.[78] La Revolución seguía siendo un ícono, un
símbolo para el naciente partido de izquierda. Sin embargo, la gente, parecía
ya no creer en el discurso revolucionario, ni en su familia.
Aún
así, gobernó Carlos Salinas de Gortari con gran astucia y logró justificar su
imposición a través de ciertas medidas, como la remoción de dos líderes
sindicales: la Quina y Carlos Jonguitud, el petrolero y el educador. Hizo una
serie de reformas económicas y jurídicas interesantes. Reformó el artículo 27
constitucional respecto a los ejidos y también le dio personalidad jurídica a
la Iglesia. Implementó una serie de privatizaciones y apoyos al medio rural
denominada Solidaridad. Se hablaba de un modelo político-económico denominado
“liberalismo social”. Permitió algunos triunfos electorales de la oposición
panista. Tal vez su mayor proyecto fue la firma del Tratado de Libre Comercio
con E.U.A. Sin embargo, su gobierno se vio manchado tanto por el levantamiento
del Ejército Zapatista de Liberación Nacional del primero de enero de 1994,
como por los homicidios de Luis Donaldo Colosio, el candidato priísta para la
siguiente presidencia y del presidente nacional del PRI, Francisco Ruíz Massieu.
Esto se volvió más alarmante cuando se adjudicó la participación del hermano
del presidente Raúl Salinas de Gortari en el segundo magnicidio y se le
involucró, además, en otros actos de corrupción. Todo eso condujo a una grave
crisis del sistema político mexicano, que aún así, logró la conservación del
poder en el joven candidato priísta suplente de Colosio: Ernesto Zedillo Ponce
de León. Salinas había logrado una gran popularidad en su sexenio, pero al
final, la perdió, y se convirtió en una de los mandatarios más impopulares del
México Moderno. Salinas había
tranquilizado la indignación de muchas personas, y con los efectos
catastróficos de final de su sexenio, la gente se sintió muy traicionada. Ya no
había esperanza para el discurso oficial de la Revolución. Los revolucionarios
eran dinosaurios. La revolución sólo tenía cabida en algunos grupos de
izquierda, en las guerrillas y en las utopías.
A
Zedillo le tocó afrontar una crisis financiera producto de la desconfianza de
los inversionistas ante los políticos, que derivó en la devaluación de 1994.
Siguió con privatizaciones y medidas para revertir la devaluación. Impulsó la
reforma del Instituto Federal Electoral, fue ambiguo, respecto a la reforma
electoral, pues tanto la apoyó, como la obstaculizó. De cualquier manera, las
victorias opositoras siguieron creciendo en las entidades federativas con
presidencias municipales y gobernaturas. Al final de su sexenio, su sucesor,
Francisco Labastida Ochoa, sorprendentemente perdió las elecciones ante el
candidato de Acción Nacional, Vicente Fox Quezada, tras unas muy concurridas
votaciones por el pueblo. Su campaña había apelado al hartazgo: “Hoy, hoy,
hoy”, “¡ya, ya, ya, ya!”. Cuando se anunció que Fox había ganado, mucha gente
se movilizó hacia el Ángel de la Independencia para celebrar. El motivo de la
reunión y el carácter festivo que tuvo fueron altamente significativos. El
sistema político se había transformado. El monopolio monopartidista quedaba
atrás. La Revolución ya no era el centro del Estado, y tal vez, ya no era desde
antes el núcleo mítico de sentido identitario de los mexicanos.
[1] Ibid., p. 51.
[2] Enrique Krauze, Biografía del poder. Caudillos de la Revolución
Mexicana (1910-1940), Tusquets, México, 2007, p. 16.
[3] No se debe confundir con su otro
hermano Raúl, que sí había llegado a la
edad adulta, pero que había recibido el mismo nombre que el difunto.
[4] Ibid., p. 58.
[5] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 63.
[6] Fernando Serrano Migallón, El grito de Independencia. Historia de una
pasión nacional, Miguel Ángel Porrúa, 2ª
ed., México, 1988, p.171.
[7] Enrique Krauze, Biografía del poder. Caudillos de la
Revolución Mexicana (1910-1940), Tusquets, México, 2007, p. 203-204.
[9] Ibid., p. 211 y ss.
[10] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 136.
[11] Respecto al bandolerismo voy a
citar un fragmento de lo que dice Jean Meyer: “El bandolerismo tomó
proporciones extraordinarias. Algunos jefes cono Inés Chávez García o Pedro
Zamora, tenían bajo sus órdenes a verdaderas compañías. Chávez, especialmente,
fue capaz de derrotar en batalla ordenada a ejércitos carrancistas y oponerles
más de un millar de hombres. Es representativo de la mutación que conocieron
millares de villistas y de zapatistas tras 1915. Pequeño hombrecillo
contrahecho, obrero agrícola de 20 años, nacido en una familia indígena de
Michoacán, es un revolucionario honesto que conquista sus galones bajo la
bandera villista. Después de 1915, hay un salto cualitativo, pues el hombre que pensaba morir de tifo, se había acostado
generoso y se había levantado demoniaco. Quienes lo había conocido antes de su
enfermedad, decían que ya no era el mismo hombre, algunos murmuraban que el
verdadero Inés Chávez había muerto y que ese bandido había usurpado su fama de
valiente. De cualquier manera, Chávez fue el terror de tres estados y solamente
la influenza española fue capaz de acabar con esta plaga. Pero antes trató vanamente de apagar su sed
de oro y de sangre. En Tacámbaro, la Piedad, Pénjamo, Degollado, Cotija, y en 1000
sitios, su horda robó, mató a las mujeres en presencia de los maridos; el jefe
veía con placer a sus hombres tomarse su tiempo. Adoraba las ejecuciones con
música. Arrastraba tras de sí una orquesta que había hecho prisionera al atacar
un tren y concedía a los condenados la gracia de escuchar, antes de ser
colgados, un fragmento de su elección. Otro jefe de banda encontraba un gran
placer en sentarse en los hombros de los colgados; en cuanto a Pedro Zamora, le
gustaba mucho las corridas de toros: los prisioneros eran encerrados en un
cerco, dándoseles un sarape para defenderse del toro, o el verdugo con su
cuchillo” (cfr. Jean Meyer, La Revolución
Mexicana, trad. Héctor Pérez Rincón
G., 3ª edición, Tusquets Editores,
México, 2009, p. 107-108).
[12] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 88.
[13] Pueden consultarse en línea ambas
encíclicas: http://guadalupe.luxdomini.com/iniquis_afflictisque.htm y http://guadalupe.luxdomini.com/acerba_animi.htm
[14] Ibid., p. 95.
[15] Enrique Krauze, Biografía del poder. Caudillos de la
Revolución Mexicana (1910-1940), Tusquets, México, 2007, p.p. 202.
[16]
Ibid., p. 240.
[17]
Ibid., p. 242.
[18]
Ibid., p. 241.
[19] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 129.
[20] Enrique Krauze, La presidencia imperial. Ascenso y caída del
sistema político mexicano (1940-1996), Maxi Tusquets, México, 2009, p. 501.
[21] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 133.
[23] Ibidem.
[24] Ibidem.
[25] Ibid., p. 262.
[26] Ibid., p. 289.
[28] Ibid., p. 319.
[29]
Ibid., p. 334.
[30] Enrique Krauze, La presidencia imperial. Ascenso y caída del
sistema político mexicano (1940-1996), Maxi Tusquets, México, 2009, p. 181.
[31] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 328.
[32] Pedro Salmerón, 101 preguntas sobre la Revolución Mexicana,
Grijalbo, 2009, p. 15.
[33] Enrique Krauze, Biografía
del Poder, caudillos de la revolución mexicana (1910-1940), Tusquets,
México, 2007, p. 15.
[34] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 142.
[35] Enrique Krauze, Biografía
del Poder, caudillos de la revolución mexicana (1910-1940), Tusquets,
México, 2007, p. p. 303.
[36]
Cfr. Fernando Serrano Migallón, El
grito de Independencia. Historia de una pasión nacional, Miguel Ángel
Porrúa, 2ª ed., México, 1988, p. 175.
[37] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 155.
[39] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 163.
[40]
Enrique Krauze, Biografía del Poder, caudillos de la revolución
mexicana (1910-1940), Tusquets, México, 2007, p. 353. La cifra de 250 mil, la da Jean Meyer
en su libro la Revolución Mexicana. Consúltese la página 200 del citado libro.
[42] Si bien no se puede calcular con
seguridad el número de muertos ocasionados por el movimiento independentista, a
pesar de la cifra ofrecida en Wikipedia; se puede saber, por ciertos cálculos
que se han hecho, que en los albores de la Independencia había alrededor de 6
millones de habitantes en México, de los cuales, 15 mil constituían la minoría
peninsular. De este pequeño grupo, la mitad serían militares, y 1500
religiosos. Cerca del 60% del total de la población era indígena todavía,
aunque el mestizaje iba en aumento, como también iba creciendo la población
negra. La Nueva España, era por mucho la región más poblada de los territorios
de ultramar, que en su conjunto hacia 1800, sumaban unos 13 millones
seiscientos mil habitantes. Así que estaba apenas por abajo del cincuenta por
ciento. Ahora bien, respecto a la suma de muertos de la Revolución
Mexicana, de una población de 15
millones que bajó a 14 millones, Enrique Krauze especifica que de ese millón
que hubo, sólo 250 mil fueron producto directo de la violencia y las armas, los
otros 750 mil, fueron víctimas indirectas de sus efectos: el hambre, la
influenza española y el tifo.
Cfr. Enrique Krauze, Siglo de Caudillos, Biografía política de México, 1810-1910, Edit. Tusquets, México, 1997, p. 51; Romeo Flores Caballero, Revolución y contrarrevolución en la Independencia de México. 1767-1867,
Océano, México, 2009, p. 35 y ss; Enrique Krauze, La presidencia imperial: ascenso y caída del sistema político mexicano
(1940-1996).Tusquets, México, 2002, p. 19.
[43] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 218.
[44] Fernando Serrano Migallón, El grito de Independencia. Historia de una
pasión nacional, Miguel Ángel Porrúa, 2ª
ed., México, 1988, p. 177.
[45] Enrique Krauze, Biografía
del Poder, caudillos de la revolución mexicana (1910-1940), Tusquets,
México, 2007, p. 375 y ss.
[46] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 222.
[47] Enrique Krauze, Biografía
del Poder, caudillos de la revolución mexicana (1910-1940), Tusquets,
México, 2007, p. 400.
[48] Enrique Krauze, La presidencia imperial: ascenso y caída del
sistema político mexicano (1940-1996).Tusquets, México, 2002, p. 22.
[49] Fernando Serrano Migallón, El grito de Independencia. Historia de una
pasión nacional, Miguel Ángel Porrúa, 2ª
ed., México, 1988, p. 193.
[50] Enrique Krauze, La presidencia imperial. Ascenso y caída del
sistema político mexicano (1940-1996), Maxi Tusquets, México, 2009, p. 21.
[51] Ibid., p. 23, 25-26.
[53] Ibid., p. 179 y ss.
[54]
IBid., p. 83.
[56]
Ibid., p. 131.
[57] Ibid., p. 191.
[59] Enrique Krauze, La presidencia imperial. Ascenso y caída del
sistema político mexicano (1940-1996), Maxi Tusquets, México, 2009, p. 204.
[60] Ibid., p. 201.
[61]
Ibid., 207.
[62]
Ibid., p. 247.
[63] Idem.
[64] Ibid., p. 251.
[65] Ibid., p.275 y ss.
[66] Ibid., 290.
[67] Ibid., p. 285 y 286.
[68] Ibid., p. 357.
[69]
Ibid., p. 351.
[70]
Ibid., p. 362-363.
[71]
Ibid., p. 372-373.
[72]
Ibid., p. 367.
[73]
Ibid., p. 415.
[74] Ibid., p. 414.
[75] IBid., p. 431.
[76] Ibid., p. 450.
[77] Alfredo Hernández Murillo, Historia del Escudo y la Bandera Nacional,
CONACULTA/INAH, México, 2003, p. 15.
[78] Ibid., p. 450-451.
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