El Porfiriato: entre la Independencia y la Revolución
Continuación de la reflexión sobre los mitos políticos de la Independencia y Revolución mexicanas.
Es
en el Porfiriato, de acuerdo con Flores Caballero, el momento histórico
donde los grupos contendientes
confluyeron y resolvieron sus problemas dentro de esa dictadura muy especial.[1]
Ya
desde 1892 por moción de Matías Romero, el gobierno adquirió todas las casas de
acuñación de monedas del país, hasta que en 1905, debido a una crisis
financiera internacional, sólo se mantuvo una: la Casa de México. Eso determinó
medidas financieras estrictas que implicaron una reducción en la acuñación de
monedas y un nuevo diseño que llevaba en el reverso al escudo nacional con la leyenda
“Estados Unidos Mexicanos” y con el rostro de un personaje histórico en el
anverso, lo cual no se hacía desde la moneda imperial de Iturbide, aunque esta
vez, el rostro que aparecía en dichas monedas era el de Miguel Hidalgo.[2] El discurso mítificante del pasado se hacía
presente por vías no orales, y una de ellas relacionada con las finanzas. Pero
sigamos hablando de este aspecto. En tres décadas de dictadura México pagó
puntualmente la deuda con Estados Unidos, pero también aceptaba la cooperación de
Europa en todos los sectores para hacer un contrapeso a los norteamericanos.
Las inversiones extranjeras llegaban a los 1700 millones de dólares, estando
distribuidas entre los estadounidenses, los ingleses y los franceses en 38, 29,
y 27 por ciento respectivamente). Jugoso dinero ciertamente, pero, además, las
inversiones nacionales eran mayoritarias, pues abarcaban al 75% de las que
había. Y las importaciones de productos
de consumo habían bajado del 75 al 43%, combinadas con un alza de las
importaciones de bienes de equipo y
materias primas.[3]
La población creció, pasando de nueve a quince millones de mexicanos, de los
cuales, el 70% vivía de la agricultura. Los sueldos del campesinado entre 1895
y 1910 habían bajado un 17%. Lo mismo sucedía con los ingresos obreros: iban de
picada, así como la oferta laboral. La migración hacia los Estados Unidos era
una forma de compensar tan bajos ingresos. Paradójicamente, la industria creció
al 12% anual, así como la exportaciones agrícolas al 6% entre 1878 y 1911.[4] Artesano
había 500 mil y sus ingresos iban en declive. Los obreros eran pocos: 195 mil y
eran explotados. Estaban concentrados en la Ciudad de México, Monterrey,
Veracruz y Puebla, fundamentalmente. Servían a empresas extranjeras. El Norte y
el Golfo estaban desarrollados, el Centro y el Sur muy rezagados y con la mayor
cantidad de población; tan sólo en el Centro estaban concentradas dos terceras
partes de la población del país.[5]La
población urbana era de cuatro millones, la rural de 11. En 1910 las comunidades
dueñas de sus tierras llegaban sólo al 40%, los ranchos, de hombres ricos que
poseían entre 100 y 1000 hectáreas, llegaba a la cantidad de 55 mil; las
haciendas llegaban a 6 mil, pero abarcaban el 65 por ciento de las tierras
cultivables, que empleaban, en condiciones de explotación a 3 millones de
peones.[6] Los hacendados además, tenían la costumbre de
quitar los derechos de pastura, de uso
de agua y monopolizaban al comercio, para obligar a la gente a trabajar para su
estructura. De acuerdo con Jean Meyer, fue el crecimiento de la pobreza frente
a la expansión económica, lo que hizo posible la aparición de la mentalidad
revolucionaria.[7]
Las
libertades políticas eran mínimas. Tras terminar su primer mandato, candidateó
a su compadre Manuel González, quien compitió contra cinco candidatos más a la
presidencia. Al siguiente período se volvió a lanzar como candidato y no tuvo
rival alguno.[8]
La economía progresaba, pero inequitativamente. El lema porfiriano era “poca
política y mucha administración”. Si había alguna protesta la solucionaba,
incluso con violencia. Famosa es la orden que le dio al general Bernardo Reyes
de frenar una rebelión tajantemente: “Mátalos en caliente”. Su gobierno era de “progreso
dentro del orden” y de “pan y palo”. Su política exterior era cauta con los
norteamericanos, no quería problemas con ellos y temía otra invasión. A los Estados Unidos no les agradaba el
Presidente Díaz. Con él habían tenido el problema del desalojo de unos cultivadores
americanos en el río Nazas en 1887; el Chamizal estaba en litigio por una
desviación que habían hecho del cauce del Bravo los norteamericanos y Díaz
reclamaba tal territorio jurídicamente; el istmo de Tehauntepec estaba siendo
explotado por empresas europeas, con tal de no cederlo a los norteamericanos, y
el posible paso inter-oceánico que representaba estaba en planes de entregarse
a Japón o Alemania; en 1910, cuando
E.U.A. invadió Nicaragua, México dio asilo político al presidente Santos Zelaya
y lo transportó al país en un buque de guerra de nuestra nación. La entrevista
Creelman de 1908, según Jean Meyer, respondía más a un plan norteamericano para
quitar a Díaz del poder y así realizar sus proyectos en nuestro país.[9]En
cierto sentido, la Revolución Mexicana fue precipitada por los norteamericanos.
También en parte fue precipitada desde el interior: por los reyistas, que lo
deseaban en la presidencia; por empresarios del noroeste y banqueros, que
estaban viendo una crisis económica y bancaria, que aunque no era grave, los
inquietaba; y por los inconformes con el régimen, muchos de ellos maestros
rurales, como Otilio Montaño.
Porfirio Díaz era un liberal, había sido
alumno de Juárez en el Seminario, aliado en la Revolución Ayutla y la
Intervención Francesa, su concepción del pasado colonial era negativa, aunque
era de ascendencia mixteca añoraba una prosperidad en el porvenir y consideraba
que lo que México había construido a partir de la Independencia, era con
esfuerzo y en sentido contrario, logrando crear una clase media con su mano
firme hacia la delincuencia y la disidencia política, con su complicidad hacia
el cacicazgo de los gobernadores y la reconciliación con la Iglesia mediante el
no ejercicio de las leyes de Reforma, y con un liberalismo económico que generó
un superávit y muchas obras. Era un liberal sui generis, su objetivo era la paz, el orden, el
progreso. Eso era lo que quería reflejar, y así lo hizo en la entrevista que dio a James
Creelman, quien en su entrevista, lo llamó “héroe de las Américas”.
Una
estrategia hacia el interior para lograr tales objetivos fue la de crear un
credo propio del Estado:
Aunque
el Partido Liberal era, según sus propios voceros, <<el verdadero
observador del Evangelio>>, y aunque muchos de sus miembros seguían
creyendo privadamente en el Evangelio, necesitaban una especie de evangelio, un
cuerpo de creencias que diera cohesión a los héroes de la patria. Se necesitaba
<<crear>>, en unas palabras de Justo Sierra, <<el alma
social… la religión cívica que une y unifica>>. Esta función la cumplió
la historia. Por medio de los <<catecismos de Historia patria>> se
despertaría y consolidaría <<el santo amor>>, la <<devoción
profunda a la patria>>. Una vez que el Partido Liberal era la nación, se
despertaría <<en los alumnos una grande admiración por nuestros héroes,
haciendo ver que por ellos los mexicanos formamos una familia>>. Se
referían, claro, a la familia liberal.[10]
Tal
credo, fue fomentado con mucha fuerza por Justo Sierra, el sacerdote de la
patria según Krauze. El funcionamiento ritual del Estado fue semejante al del
catolicismo reinante en nuestro país: había héroes y villanos, como había un cielo
y un infierno; había estampitas, bustos
y estatuas de los héroes, como igual había imágenes de los santos, se narraba
la historia liberal a través de los oradores e historiadores, como hacían en
los púlpitos los sermones los párrocos, se hizo un calendario cívico de fechas
y eventos importantes (día de la
constitución, natalicio de Juárez, la batalla de Puebla, etc.), que era análogo
a un santoral; como en muchas iglesias, había urnas con huesos de los héroes,
sus prendas, objetos, pero éstos se hallaban en museos. Se bautizaron calles,
barrios, ciudades con los nombres de héroes, hasta se hicieron desfiles
alegóricos, semejantes a las procesiones alegóricas de algunas partes del país.[11]
De hecho, de cara al Centenario de la Independencia, la aportación de Sierra
fue la inauguración de la Universidad, como un sustituto de la Universidad
Pontificia que había desaparecido en 1833. En una versión laica, la inauguró en
1910 como parte de la celebración independentista, y sobrevivió milagrosamente
durante la guerra hasta que fue reestructurada y dirigida por José Vasconcelos
en la década de los veinte.[12]
Las
fiestas de la Independencia durante el porfiriato nunca perdieron de
perspectiva ese credo. Y su importancia entre la gente fue creciendo. En un
principio el grito, en la Ciudad de México, era dado en un sitio cerrado,
regularmente el Teatro Nacional o el Santa Anna, pero a partir de 1887, el
regidor de las festividades del Ayuntamiento, Guillermo Valleto, propuso
realizar el “grito” en el Balcón Central del Palacio Nacional –con la
participación del presidente Díaz, por supuesto- e integrar así al pueblo a
dicha celebración en el Zócalo.[13]
Así pues:
Los
festejos con los que se conmemora el aniversario de la Independencia de México
en los años que van de 1897 a 1910, son de índole profundamente popular: en
ellos toman parte los citadinos y los fuereños que visitan la ciudad; las
ceremonias oficiales se realizan en Palacio y en otros sitios siempre
encabezadas por el presidente y sus secretarios.
Como
en las otras festividades patrióticas, se elabora un programa oficial, y es el
Ayuntamiento el encargado de hacerlo cumplir con ayuda de las autoridades
políticas y militares.[14]
Cabe
mencionar que uno de los “gritos” más exitosos fue el que se dio el 15 de septiembre
de 1896 cuando la campana[15]
de Dolores fue colocada en el balcón principal de Palacio Nacional.[16]
También es digno de mencionarse el incidente que un año después sucedió el 16
de septiembre de 1897, cuando en las celebraciones independentistas, Porfirio Díaz fue agredido en la Alameda
Central por el ciudadano Arnulfo Arroyo, quien golpeó en la cabeza al candidato
e, inmediatamente, fue detenido. Es interesante que hacia los festejos del
Bicentenario, dicha anécdota haya sido recuperada, primero en una novela de
Álvaro Uribe, Expediente del atentado
(2008) y luego en una película de Jorge Fons, El Atentado (2010). [17]
A
pesar de ese evento, que mostraba una inconformidad evidente de algunos
sectores sociales, la ideología del régimen fue eficaz y logró tener
prácticamente a la intelectualidad de su lado en su larga dictadura, al final
empezó a tener sus disidentes, pero no tanto contra el Estado, sino contra el
dictador. Así hubo valerosos personajes
que protestaron, como los hermanos Flores Magón (1903), y los
huelguistas de Cananea (1906) y Río Blanco (1907), la publicación del libro La Sucesión Presidencial de Francisco I.
Madero (1908) y los férreos ataques de Andrés Molina Enríquez en su libro Los grandes problemas nacionales,
también publicado en 1908.
De
cualquier manera, con Díaz se cumplían 100 años de la primera independencia y, la mitificación se
tenía que reforzar. Por supuesto que la
Independencia se venía celebrando desde hace mucho, ya desde la lucha misma de
los Insurgentes Ignacio Rayón lo festejó
en 1812, y desde 1822 liberales y conservadores lo festejaban los días 15 y 27
de septiembre, hasta que la fecha definitiva de conmemoración fue fijada,
paradójicamente, por Maximiliano de Hasburgo.[18]
Pero,
como ya dije, el centenario de la Independencia Mexicana le tocó a Porfirio
Díaz. Junto con él, el dictador celebraba sus ochenta años de edad. Las festividades especiales duraron todo el
mes: del primero al treinta de septiembre. Implicaron desfiles, ceremonias
cívicas, banquetes, garden parties,
iluminación de edificios (cosa que era un novedad), inauguración de obras como la Estación Sismológica y el Canal del Desagüe,[19] y
de varios establecimientos de beneficiencia: como dispensarios, el Manicomio
General, la Escuela Nacional de Ciegos,
la de Sordomudos, el Hospicio de
Niños, la Escuela Industrial de Huérfanos y hasta la Penitenciaría.[20]
También
se acuñó y circuló una moneda de plata, diseñada por el artista francés Charles
Pillet para conmemorar la independencia. Tal tipo de moneda era conocida como
“peso de caballito”.[21]
El
carácter internacional del festejo no se hizo esperar. Llegaron invitados de
más de 35 países. Sólo faltaron tres:
Inglaterra,
que comunica el 18 de mayo que se ve obligada a no concurrir a las fiestas, a
causa de la sentida muerte de Eduardo VIII; Santo Domingo, que a pesar de
haber, con fecha 28 de mayo, aceptado la invitación, no envía ningún
representante; y por último, Nicaragua, que también ha aceptado… pero que,
sacudida por disensiones intestinas, ve derrocado a su Gobierno, lo que impide
a México recibir a la Misión Especial nicaragüense, a cuyo frente viene
precisamente el genial poeta, Rubén Darío desde España, y a quien sin embargo,
nuestro Gobierno quiere acoger como invitado de honor, a lo que él se niega
cortésmente, haciendo “alto” en Orizaba.[22]
Hasta
los antiguos enemigos asistieron. Ya para esa fecha España mostraba una actitud
de reconciliación que se reflejó en la devolución de las prendas de José María
Morelos a través del embajador español, el marqués de Polavieja, quien ensalzó
al presidente Díaz, el cual, a su vez, vitoreó a España como madre de México.
Igualmente Francia, pretendía reconciliarse con un México al que anteriormente
había atacado, y le devuelve las llaves de la Ciudad de México, que había
tomado el Mariscal Forey en 1863. México, por su cuenta, mostraba una admiración
clara por Francia, al menos durante el porfirismo. Los Estados Unidos,
habían enviado una delegación y sin
hacer devolución alguna, presenciaron el homenaje a los Niños Héroes de
Chapultepec. El grito se dio el día 15 a
las once de la noche y no el 16 en la
madrugada por una sola razón: ese día era cumpleaños de don Porfirio.[23] Pero
se sabe que el Zócalo en la fecha del centenario estaba repleto de personas y
que la ceremonia del grito fue imponente. Al otro día, hubo un desfile militar
y la inauguración de la Columna de la Independencia.[24]
El paseo de la Reforma se constituyó en un paseo histórico de las fiestas del
Centenario, en el cual aparecían los héroes que la interpretación oficial de la
Historia aceptaba, donde había cabida incluso para un Benito Juárez, cuyo
hemiciclo se inauguró el 18 de septiembre de ese mismo año. Todos los
personajes homenajeados desde Cuauhtémoc hasta el Benemérito de las Américas
tenían un rasgo: “eran los caudillos de las guerras mexicanas, trágicos,
estoicos, puestos a la defensiva y, casi siempre, derrotados […] Los vinculaba
un rasgo común: habían luchado y, en la mayoría de los casos, <<muerto
por la patria>>, combatiendo al invasor”.[25]
Sólo uno de estos
caudillos carecía de estatuas, Porfirio Díaz, éste mismo era una estatua
viviente que era enaltecida por biografías, poemas, himnos, homenajeado con el uso de su nombre
para designar calles, mercados,
edificios, ciudades, era pues, el héroe culminante de la Independencia, pues
había rechazado al invasor el 2 de abril de 1867.[26]
Según Tolstoi era “héroe de la paz”;
para Cecil Rhodes era “el primer artesano de la civilización en el siglo
XIX”; de
acuerdo con Carnegie era “el Moisés y Josué de México”.[27] En
consecuencia:
La
pompa ceremonial de las fiestas del Centenario, los discursos ditirámbicos, el
bronce hierático de las estatuas, la misma actitud maniquea de veneración por
los héroes y de repudio por los antihéroes, todo ello contribuía a ocultar la
complejidad y, en último término, la verdad de la historia mexicana. La premisa
fundamental de la historia oficial era muy sencilla: México había nacido en
1810; a partir de esa fecha se había comenzado a construir, con inmensa
dificultad, una patria soberana e independiente […]Sumidos en esta confusión,
los hombres del porfirismo no entendían la complejidad de la Revolución de
Independencia que festejaban porque creían resueltas o en vías de resolverse (o
insolubles, por parecer inherentes a la condición humana) las tensiones
históricas que aquella Revolución había sacado a la luz. Si el terremoto social
no volvería a ocurrir, si México estaba curado de revoluciones, si la
Revolución de Independencia no había tenido más objeto que presagiar la patria
de los liberales, si la historia mexicana a partir de 1810 era una marcha
evolutiva constante hacia 1910, no había razón para detenerse demasiado en el
estudio de aquella lucha: sus episodios no parecían encerrar lección alguna
para el presente.[28]
Efectivamente
ahí había una paradoja que no los dejaba entender tal revolución, ni
pronosticar la inminente, ya que tenían
una concepción lineal de la historia los porfiristas (seguramente reforzada por
el positivismo). Tampoco podían entender la tensión que había entre el pasado
(con los indígenas) y el futuro (con los liberales y conservadores) en un
régimen de Estado que integraba a los grupos opositores del progreso, dirigidos
por un presidente vitalicio (dictador) dentro de una supuesta democracia, la
cual había fallado por tres razones (desde la óptica de Krauze): 1) la
insensibilidad de la Iglesia de aquella época y los conservadores; 2) la falta
de una base social de clase media que pudiera sostener el programa liberal; 3)
el conservadurismo político que posponía la democracia efectiva y real dentro
del régimen.[29]
[3] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 25.
[4] Ibid., 25-26.
[5] Ibid., p. 26 y ss.
[6]
Idem.
[8]
Ibid., p. 38.
[10] Enrique Krauze, Siglo de Caudillos. Biografía Política de
México, 1810-1910, Tusquets Editores, México, 1994, p. 319.
[12] Enrique Krauze, La presidencia imperial. Ascenso y caída del
sistema político mexicano (1940-1996), Maxi Tusquets, México, 2009, p. 159.
[13] Cfr. Alfonso Alcocer, La Campana de Dolores, edit.
Departamento del Distrito Federal, México, 1985.
[14] Fernando Serrano Migallón, El grito de Independencia. Historia de una
pasión nacional, Miguel Ángel Porrúa,, 2ª
ed., México, 1988, p. 151,
[15] La campana de Dolores fue
fundida el 22 de julio de 1768 con el
nombre de San Joseph por mandato del párroco José Atanasio Saenz de Villela,
quien instaló en ese año dicho instrumento, aunque la iglesia y su torre
estaban todavía inconclusas. Los fundidores,
fueron posiblemente la Congregación de Nuestra Señora de los Dolores y
Vicente Manuel de Sardaneta y Legaspi. Es una campana de bronce que consta de
un contrapeso de madera de encino y ella tiene una altura de 67 cm, un diámetro
de un metro seis centímetros en su parte mayor y con un espesor de 11
centímetros en su anillo inferior (donde choca el badajo). El 3 de octubre del
1803, dicha campana entra en contacto con Miguel Hidalgo, quien fue nombrado en
esa fecha párroco de tal lugar. El 16 de septiembre de 1810 fue tañida por el
campanero el Cojo Galvan a petición del cura Hidalgo. En 1886 se intentó
trasladar la campana a la Ciudad de México, pero se rumoraba que ésta ya no
existía. No obstante, Pedro González en sus Apuntes Históricos de la Ciudad de
Dolores Hidalgo publicados en 1891 demostró su existencia, a pesar de que el
párroco de Dolores, Luis G. Sierra negara su existencia todavía en 1894. Sin
embargo, Gabriel Villanueva confirmó las
investigaciones hechas por González. Villanueva solicitó su traslado a la
Ciudad de México, solicitud que ya antes había sido hecha por Guillermo Valleto
en 1886. Los generales Sóstenes Rocha e Ignacio Salas fueron designados para el
traslado de tal símbolo patrio. Así pues,
estuvo en Guanajuato hasta 1896, cuando fue trasladada al Palacio
Nacional en tren, tras recibir los respectivos honores. Llegó al Museo Nacional
de Artillería y estuvo ahí del 30 de julio al 14 de septiembre. Luego fue
instalada en el balcón del Palacio Nacional, tras hacerla desfilar en un carro
alegórico, acompaña de una bandera y el cañón “Hidalgo”, usado supuestamente
por el Padre de la Independencia. Cfr. Alfonso Alcocer, La Campana de Dolores, edit. Departamento del Distrito Federal,
México, 1985).
[16] Fernando Serrano Migallón, El grito de Independencia. Historia de una
pasión nacional, Miguel Ángel Porrúa,, 2ª ed.,
México, 1988, p. 153.
[18] Fernando Serrano Migallón, El grito de Independencia. Historia de una
pasión nacional, Miguel Ángel Porrúa,, 2ª
ed., México, 1988, p. p. 13 y ss.
[19] Enrique Krauze, Siglo de Caudillos. Biografía Política de
México, 1810-1910, Tusquets Editores, México, 1994, p. 25
[20] Fernando Serrano Migallón, El grito de Independencia. Historia de una
pasión nacional, Miguel Ángel Porrúa, 2ª
ed., México, 1988, p. 155.
[22] Fernando Serrano Migallón, El grito de Independencia. Historia de una
pasión nacional, Miguel Ángel Porrúa, 2ª
ed., México, 1988, p. 154.
[23] Ya anteriormente se había
adelantado el grito por esa razón, pero era una práctica más exitosa hacerlo el
15 en la noche. Desde 1835 se venía realizando así, sin que la razón fuera
Porfirio Díaz (Cfr. Alfonso Alcocer, La Campana de Dolores, edit.
Departamento del Distrito Federal, México, 1985, p. 104).
[24]
Enrique Krauze, Siglo de
Caudillos. Biografía Política de México, 1810-1910, Tusquets Editores,
México, 1994, p. 31.
[25] Ibid. p. 37.
[26] Ibid., p. 41.
[27] Jean Meyer, La Revolución Mexicana,
trad. Héctor Pérez Rincón G., 3ª
edición, Tusquets Editores, México, 2009, p. 47.
[28] Enrique Krauze, Siglo de Caudillos. Biografía Política de
México, 1810-1910, Tusquets Editores, México, 1994, p. p. 43, 45-46.
[29] Ibid., p. 46-47.
Fernando Serrano Migallón, El grito de Independencia. Historia de una pasión nacional, Miguel Ángel Porrúa, 2ª ed., México, 1988, p. 154.
ResponderEliminar[23] Ya anteriormente se había adelantado el grito por esa razón, pero era una práctica https://ideandando.es/contenedor-organico-que-tirar/