Eduardo Quiroz García


Su nombre: Eduardo Quiroz García; abogado penalista de 43 años de edad, soltero y sin prole. Estatura: 1.80 metros, complexión media, tez morena y una cicatriz en la frente, como Harry Potter, pero ésta se la hizo en un choque automovilístico sin ningún Voldemort de por medio. Bohemio, viajero y amiguero. Yo: uno de sus muchos amigos. Nos conocimos en la prepa. A ambos nos gustaba escribir. Hacíamos cuentos. Publicamos un libro colectivo: Días Ignotos. Él se enorgullecía de haber conocido en persona a Carlos Monsivais. El cronista presumía haber descubierto el talento de mi amigo y mi amigo presumía el descubrimiento de Monsivais. También recuerdo que una vez hice que se peleara con otro compañero en sexto de prepa.  No era mi intención. Le estuve aventando de cerbatanazos mientras dormía en una hora libre. Y otro compañero al lado mío se reía. Quiroz se despertó enojado, yo fingí inocencia, pero aquel se carcajeó descaradamente. Mi amigo, se volvió a dormir. Nuevamente experimentó una ráfaga de papelitos en su mollera. Y el otro compañero, volvió a reír. Recibió un mandarinazo en reprimenda. “Te voy a partir tu madre”. Se organizó un pleito a la salida en el  camellón de la calle de Mazatlán. Ahí, mi estimado Eduardo, recibió una cátedra en su rostro de lo que significa la pelea callejera. Muchos años después, confesé haber sido el autor material de aquel atentado. No recibí un puñetazo, sino una afectuosa carcajada. Nos veíamos poco. Pero fuimos cómplices y confidentes. Y platicábamos de nuestras carreras frustradas  como escritores, de nuestra juventud, de nuestras vidas y del sentido de la existencia. El cinco de marzo pasado nos íbamos a ver para comer. No confirmamos. Pospusimos nuestra cita, como en otras ocasiones.
El 16 de marzo salió a las trajineras de Xochimilco a festejar con otros amigos de él. Vi las selfies que subió en Facebook. Esa noche, no volvió a la casa de su madre, ni llegó al trabajo al otro día. No estaba en ningún hospital, ni en la SEMEFO. Se boletinó su desaparición el 19 de marzo. El 24 fue entregado  su cadáver por las autoridades a su madre, quien además de viuda, en ese momento perdía a su único hijo. Los detalles de aquella muerte no fueron revelados. Sabemos que no fue una causa natural. Fue sepultado  al otro día en Toluca. Ahora forma parte de las estadísticas.
A partir del 2006, la cifra de asesinatos en México se ha incrementado notoriamente. En 2018 alcanzó su punto más álgido; se cometieron poco más de 33 mil homicidios en nuestro país. En la actualidad, hay 40 mil personas reportadas como desaparecidas. Se tiene el registro de las huellas dactilares de 36 mil muertos sin identificar en la Plataforma México. Se han encontrado 850 fosas clandestinas.  La cifra negra de muertos, desapariciones y fosas, posiblemente sea del doble o mayor. Lo que sabemos con mayor certeza es que  alrededor del 93% de los delitos no se denuncia. Así que, la cantidad de decesos que hay en nuestro país, corresponde a los de una nación en guerra, como declaró la comisionada de la ONU Michelle Bachelet.  Las causas de estas pérdidas son muchas: la represión política, el trabajo forzado, el secuestro, la trata de blancas, la prostitución. La principal es que México vive un enfrentamiento en el que el crimen organizado lucha entre sí y contra el gobierno, aunque frecuentemente crimen organizado y gobierno están coludidos y sin diferencias anatómicas, como se observó en Iguala a finales de septiembre del 2014. Los 43 estudiantes de Ayotzninapa son una microradiografía de las tragedias que ocurren durante las 24 horas de los 365 días del año.  Van 250 mil muertos desde que inició el combate al narcotráfico. Pero en esta lucha no sólo mueren sicarios y soldados, también fallecen activistas sociales, periodistas, hombres y mujeres, jóvenes, estudiantes, niños, personas comunes y corrientes que, como Eduardo, cometieron el delito de salir a divertirse para nunca más volver.
Cada número de tales estadísticas es en realidad un rostro,  un hijo, una historia que fue truncada por una avalancha de violencia irracional que no tiene freno. Ya no habrá más un Eduardo Quiroz. Ni habrá miles de nombres que alimentaban de anécdotas los corazones de otras personas. Quisiera exigir que  no permitamos  ni un solo muerto más. Por desgracia, esto no será así. La situación es muy compleja. Hay 94 muertos por día. Mañana habrá más. El cambio político parece inoperante debido a la corrupción de las instituciones. Tal vez nos queda como solución un cambio moral. Debemos mirar hacia nuestro interior y preguntar qué hemos hecho mal para que haya esta realidad en nuestro exterior.  Si no hacemos algo, habrá sólo una verdad clara e inequívoca: que el egoísmo del hombre es una fuerza mucho más potente que el amor. Solo me queda añorar un México mejor. Solo me queda desear que todos reflexionemos y cambiemos. Solo me queda recordarte y despedirte a ti, amigo mío: Eduardo Quiroz. Descansa en paz en este México que es un gran panteón.

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