Amada Enemiga
Mírame fijamente
a los ojos, que sostendré la mirada ante tu panóptico escrutinio. Escúpeme,
insúltame, arrástrame, dame el más bajo golpe,
realiza tu intentona más
elaborada y ruin… ¡Estoy aquí!, esperándote a ti, quien nunca me
abandona. Tarde o temprano regresas. Cuando menos te espero, a mi lado estás, mi fiel enemiga. Ven.
Recuérdame que nací del llanto y del rechazo de la simiente; confírmame
que un grito me trajo a la vida, que el
absurdo con su ardiente acero me bautizó. Obsérvame detenidamente. Te mostraré que soy
el milagro de la ambigüedad y el sinsentido.
Así que: amágame, asfíxiame, sofócame porque respiraré, aunque revientes
mis costillas. Corre hacia mí, sedúceme
y dame la espalda, bésame y muerde mis entrañas. Tírame, patéame, revuélcame y
vuélveme a patear. Las heridas han de
curar. Yo me he de parar.
Como los ancestrales testudínidos soy un superviviente: sin garras, ni
crines, colmillos o tamaña inmensidad,
te enfrento y derroto, sabiéndome ordinario y, por naturaleza, mortal; porque
así como muero, tú conmigo morirás.
Ensordéceme, ciégame, prívame del tacto, que escucharé, veré y sentiré
con incauta necedad. Mi sexto sentido está en la ironía. Inténtalo
doblegar. Clava el raudo veneno de tu dardo en el centro de mi pecho, que mi
corazón ha de regenerar. Trae contigo a mis demonios, acércalos a mi cuerpo,
que me rodeen y cobijen con su tormentosa frialdad. Deja lejos a Miguel
Arcángel y a Cupido. Solo los he de enfrentar. Permite que sus mañas escondan
sus artilugios entre mis neuronas y pensamientos, ahí los buscaré, encontraré y
he de acariciar. Desnuda está mi estrategia.
Así que atácame, hiéreme,
aniquílame. No voy a vencerme. Río y reiré mucho. Soy libre, ¡oh Soledad!
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