La muerte del mito revolucionario


(Continuación sobre la reflexión de los mitos políticos de la independencia y la revolución mexicanas).


A la exagerada recurrencia por el mito, siguió su desgaste. Por eso, no debe de extrañar el siguiente comentario que hizo Lorenzo Meyer:
Las instituciones y políticas nacidas de la gran guerra civil del segundo decenio del siglo [XX] y de las reformas que le siguieron y culminaron en el cardenismo, evolucionaron posteriormente en una dirección y con un propósito que finalmente poco o nada tiene ya que ver con las metas que propusieron los líderes de los movimientos que derrocaron al régimen porfirista en 1911 para construir uno nuevo y en el que hoy vivimos.[1]
Según Meyer tres valores, que se defendieron todavía durante el cardenismo, dieron sentido a la Revolución: 1) el reclamo de democracia política; 2) el reclamo democracia social (distribución equitativa de la riqueza); 3) la defensa de la independencia ante los intereses de integración y subordinación a los Estados Unidos.[2]  Este último valor –junto con los otros dos anteriores seguramente-, además, le daba un carácter de unidad a la ideología revolucionaria con la ideología independentista.
Dos fueron las muertes simbólicas que, según Meyer, experimentó la Revolución: una a mitad de siglo, durante la Segunda Guerra Mundial,  cuando el gobierno de Miguel Alemán inició una apresurada modernización (acompañada de corrupción, inmoralidad); la segunda y –definitiva- fue cuando se evidenció que no se podía superar el subdesarrollo a partir de las corruptas e ineficientes empresas estatales y privadas y un mercado protegido para los pobres.  La primera de las dos muertes, ya había sido señalada por intelectuales de la época: Jesús Silva Herzog y Daniel Cosío Villegas; uno decía que había una grave crisis en la Revolución; el otro, que ya era articulo mortis.[3] Pero la pujanza económica que se dio con la industrialización, le alcanzó al llamado “milagro mexicano”  hasta el sexenio de López Portillo para que el Estado siguiera declarando a la Revolución como viva.  Mas con su segunda muerte, tal discurso se debilitó terriblemente. La Revolución perdió su proyección: ya era un cliché partidista, sólo era objeto de homenaje en sus fechas conmemorativas y su alusión implicaba cierto halo de decepción hacia el sistema político. Un ejemplo de tal decepción, que además refleja la opinión popular en torno a la revolución y su partido, está en la película La Ley de Herodes, filmada en 1999, pero contextualizada en 1949, durante la época de Miguel Alemán.[4]  Trataba de un mediocre funcionario priísta que, con base a la corrupción, logró hacerse de dinero y poder. El cineasta Luis Estada había reflejado muy bien el sentimiento compartido por la sociedad civil de los efectos de la revolución y su institucionalización.  Cabe decir que éste artista también criticó años después, en 2010, la celebración independentista con su película El Infierno, donde mostraba el fracaso de la nación frente a su degradación ante la incursión del narcotráfico en el tejido social y las instituciones, 200 años después de su nacimiento. Tal película también reflejaba la indignación de muchos sectores de la sociedad que consideraban y consideran que no hay nada que festejar.
En fin, durante el régimen priísta, cualquier idea revolucionaria fuera del partido oficial era vista como comunista y/o peligrosa, como sucedió con el movimiento estudiantil de 1968, las guerrillas de la década de los setenta o, más recientemente, el levantamiento del EZLN en Chiapas en 1994.
Uno se puede preguntar si los mitos mueren. La respuesta es sí. Hay relatos que dejan de ser narrados  porque pierden su significación. A pesar de esto, bien dijo el propio Lorenzo Meyer:
[…]resulta que en un sentido profundo, la Revolución Mexicana no puede morir del todo, como tampoco lo han hecho las que le antecedieron   [eso incluye la Independencia] –desde la revolución democrática de Atenas hace dos milenios y medio hasta la francesa del siglo XVIII- ni las que vinieron después –desde la soviética hasta la nicaragüense-. Esas revoluciones, o más bien los valores que las alimentaron, su núcleo utópico, moral, siguen vigentes porque con mayor o menor fuerza, en el mundo sigue viva la inconformidad que los generó; particularmente en un país como México, donde la democracia política sigue siendo una mera posibilidad, y donde la desigualdad social se mantiene como un rasgo tan dominante como lo era hace dos siglos, cuando Alexander von Humboldt hizo su gran retrato de la Nueva España.[5]



[1] Lorenzo Meyer, La segunda muerte de la Revolución Mexicana, Ediciones Cal y Arena, México, 2008, p. 8.
[2] Ibid., p. 9.
[3] Ibidem.
[5] Ibid., p. 12.

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