Sobre la muerte.


Todos los días van hacia la muerte, el último la alcanza.
Michel de Montaigne

En un ensayo titulado De cómo el filosofar es aprender a morir”, Michel de Montaigne, siguiendo  a Cicerón, dijo que filosofar no es otra cosa que prepararse a morir.  Lo dijo porque creía que el estudio aparta la mente del cuerpo y la ocupa fuera de él, de manera semejante a ella. También lo expresó porque creía que toda sabiduría se reduce a ese punto: a enseñarnos a no temer la muerte.  Montaigne sabía que el fin del hombre no es la felicidad, sino la voluptuosidad, es decir, la complacencia en los placeres de la vida. Por eso es que solemos despreciar los accidentes de ésta, como la pobreza y el dolor. Sin embargo, la vida está llena de ellos. Como bien señala Fernando Savater, “la vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de  cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos”.[1] La muerte,  no sólo es un accidente más, sino es la finalización de todos los demás accidentes e imprevistos. Decía el filósofo francés: “es la muerte la meta de nuestra carrera, es necesario que apuntemos a ella, si nos espanta, ¿cómo será posible dar un paso sin fiebre? El remedio del común de los mortales es no pensar en ella”.[2]  Evocarla, es provocar miedo. Ya que, como dice Savater, nada positivo nos ofrece para pensar, pues, significa algo negativo: la pérdida propia  de los goces de la vida, o en el caso de la muerte ajena, el abandono permanente de los seres amados, y en el mejor de los casos la finalización de un sufrimiento que se anula con la inexistencia.[3] No obstante tal cosa, el filósofo Karl Popper  considera que “es la certeza práctica de la muerte lo que contribuye, en gran medida, a dar valor a nuestras vidas y especialmente a la vida de los demás. No valoraríamos  la vida si ésta estuviese avocada a proseguir para siempre”.[4]
Sin embargo, esto no quita el miedo a la muerte. Para Montaigne, la solución a dicho sentir está en pensarla. Pensémosla.
Primero que nada, ella a la razón, le es un absurdo, pues no le atañe, al vivo porque está vivo, ni al muerto, porque está muerto. Podríamos pensar que antes de nacer era la nada, la muerte eterna y que de ella escapamos al haber nacido, como suponían Lucrecio y Lichtenberg.[5] Pero esto, no aclara en nada su misterio. No sabes nada del antes, como del después de nuestra vida. No hemos comprobado si hay un más allá, y a veces, las religiones, parecieran tener un desprecio por la vida, al apelar a otra forma superior de existencia a la que sí valoran.[6] Y si bien, para los creyentes esto puede no ser cierto, el único vehículo que tienen para esa certeza es abrazarse  a este mundo, con fe en un porvenir, más allá de lo que la razón puede con certeza decir. Por otro lado, el tiempo que se deja, el que se abandona con la muerte, es tan ajeno como el que existía antes de nuestro nacimiento.[7] Irónicamente, la muerte es lejana, ajena, indiferente, incognoscible, pero a la vez, es tan personal, cercana, abrumadora e inminente. Ella es democrática e intempestiva para todos. Por eso, dice Fernando Savater, “morirse no es cosa de viejos, ni de enfermos: dese el primer momento en que empezamos a vivir, ya estamos listos para morirnos”.[8]
En ese tenor y a sabiendas de su inmediatez, Michel de Montaigne se preguntó cuántas maneras tiene la muerte de sorprendernos, ya que, citando a Horacio, decía que nunca podemos prever suficientemente los peligros que nos acechan a cada instante.[9] Podemos morir de la manera menos imaginada, de la más absurda e inverosímil. La muerte –si no está anunciada por una agonía- ocurre  de la manera  y en el momento menos pensados. Siempre su sombra nos acompaña. Pero Montaigne no proponía temerla, sino enfrentarla y combatirla, sabiendo precisamente que a cada rato, en cualquier lugar puede suceder.  La muerte es segura y su momento es incierto. Así, pues, recomendó vivir como señalaba Horacio: viviendo como si cada día fuera el último.[10] Añade el texto de Montaigne: “No sabemos dónde nos espera la muerte; esperémosla en cualquier lugar. La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad. El que aprende a morir, aprende a no servir. El saber morir nos libera de toda atadura y coacción”.[11] Vivamos con intensidad y realicemos nuestros proyectos, que la vida no será suficiente para culminarlos. ¡Qué mejor que morir haciendo lo que a uno le gusta!  Dice el experto en budismo Stephen Batchelor: “al dar la vida por descontado, dejamos de notarla. (Hasta el extremo de que nos aburrimos y anhelamos que pase algo emocionante.) Al meditar acerca de la muerte, paradójicamente tomamos conciencia de la vida. Qué extraordinario es estar aquí. La conciencia de la muerte puede hacernos despertar a la sensualidad de la existencia”.[12] Tomemos como lección lo que  la experta australiana en enfermos terminales Bronnie Ware nos cuenta en su libro Los Cinco Arrepentimientos de los Moribundos, pues ella comenta que la gente en su lecho de muerte, se arrepiente mayoritariamente de: 1) no haber tenido la valentía de hacer lo que realmente quería hacer; 2) de haber trabajado tanto; 3) haber deseado expresar lo que realmente sentía; 4) de no tener el contacto con sus amigos; 5) de no haber sido tan feliz.[13]
Porque además, envejecemos, nos acercamos cada vez más a una calidad de vida que en algún momento será el tránsito de la mala existencia a la no existencia; y este salto no es tan duro, dice Montaigne, como el que se realiza de una existencia dulce y floreciente a una penosa y dolorosa; es decir, el tránsito de la vejez a la muerte, no puede ser tan fuerte como el de la juventud a la vejez.[14] Pero no nos engañemos con la edad, ya que, “sea cual sea el momento en el que vuestra vida termine, estará completa. La utilidad de vivir no está en su duración, sino en su uso: alguno ha vivido largo tiempo y vivido poco: aplicáos a ella mientras podáis. De vuestra voluntad depende y no del número de años, el vivir bastante”.[15]
Ahora bien, algo que es real, es que es mejor una muerte rápida que una lenta para el  que fallece; no así para su familia y allegados. El moribundo  y sus seres cercanos se ven muy acongojados por la lentitud de su muerte. En el primero, el efecto es muy negativo, pues le anuncia con bombo y platillo el final de su existencia; en los segundos, a pesar del dolor, prepara el terreno para la aceptación de dicho evento, abre la posibilidad construir un duelo y cerrar algunos círculos. Montaigne, pensando en el que muere, dice: “¡Feliz muerte aquélla que priva de la posibilidad de preparar tal pompa!”.[16] Ahora, pensemos en ese caso: ¿cómo evitar el golpe, cómo no generar rencores, ni deudas hacia los muertos entre los que resentimos un deceso inesperado? Viviendo plenamente con ellos y de la mejor manera posible mientras estén y estemos vivos.  Dice Fernando Savater que la muerte nos conduce a pensar, a tener pensamientos verdaderamente propios, una vez que nos enteramos que somos mortales.[17] Savater considera lo siguiente: “sea temida o deseada, en sí misma, la muerte es pura negación, reverso de la vida que por tanto de un modo u otro nos remite siempre a la vida misma, como el negativo de una fotografía está pidiendo siempre ser positivado para que lo veamos mejor. Así que la muerte sirve para hacernos pensar, pero no sobre la muerte, sino sobre la vida”.[18]
No cabe duda, tenía razón Montaigne, la filosofía prepara para la muerte. Vivamos filosóficamente.  Dicho lo anterior, el que tenga oídos, que oiga.







[1] Fernando Savater, Las preguntas de la Vida, Edit. Ariel, México, 1999, p. 38.
[2] Michel de Montaigne, Ensayos (I), tr. María Dolores Picazo y Almudena Montojo, Edit., Altaya, Barcelona, 1994, p. 126.
[3] Fernando Savater, Las preguntas de la Vida, Edit. Ariel, México, 1999, p.43.
[4] Francisco Mora, Cómo funciona el cerebro, edit. Alianza, Madrid, 2011, p. 318
[5] Fernando Savater, Las preguntas de la Vida, Edit. Ariel, México, 1999, p. 42.
[6]  Michel de Montaigne, Ensayos (I), tr. María Dolores Picazo y Almudena Montojo, Edit., Altaya, Barcelona, 1994, p. 136.
[7] IBid., p. 140.
[8] Fernando Savater, Las preguntas de la Vida, Edit. Ariel, México, 1999, p. 36.
[9]Michel de Montaigne, Ensayos (I), tr. María Dolores Picazo y Almudena Montojo, Edit., Altaya, Barcelona, 1994,  p. 127.
[10] Cfr. nota 17, p. 130.
[11] Ibid., p. 130.
[12] Stephen Batchelor, Budismo sin creencias,  tr. José Ignacio Moraza, Edit. Gaia Ediciones,  Madrid, 2008, p. 50.
[14]  Michel de Montaigne, Ensayos (I), tr. María Dolores Picazo y Almudena Montojo, Edit., Altaya, Barcelona, 1994,  p. 135.
[15] IBid., p. 140.
[16] Ibid., p. 142.
[17] Fernando Savater, Las preguntas de la Vida, Edit. Ariel, México, 1999, p. 30.
[18] Ibid., p. 44.

Comentarios

  1. El articulo lo considero interesante, es muy practico, didáctico y sobre todo reflexivo, gracias por permitir leerlo y conocerlo. de verdad gracias.

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